domingo, 31 de diciembre de 2006

Mito I

PARMENIO Y MENÓN

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En un lejano tiempo, cuando en la Grecia Antigua aún muchas cosas carecían de nombre por su primogenitura, cuando reyes hereditarios gobernaban sus polis y nada sabían sus gentes de Pericles o Alejandro, sucedió que un Rey murió dejando dos príncipes. Parmenio, hijo de Roxana y Menón, hijo de Estatira. Ambos, uno frente al otro, se miraban. Sus músculos tensos, sus miradas ardientemente frías, su odio infinito. Hermanos de nacimiento, enemigos de conciencia. Desde niños sabían que en el trono cabía sólo uno. Desde niños, el pequeño, Menón, conspiraba contra Parmenio. Y el mayor, Parmenio, conspiraba contra Menón. ¿Acaso había otra opción? Muerto su padre el Rey, dos facciones en el ejército habían surgido, y ahora una moriría con su candidato.
No sabían por qué, pero allí estaban. ¿Qué importaba? Estaban allí, y ya está. Habían acabado en esa estancia vacía, con un arma cada uno. Todo dispuesto, como si se tratase de un orden universal incuestionable en el que uno de los dos, o ambos, muriesen. "Si acaso lo plantease en alto, sería un cobarde", pensó Parmenio. De pronto lo vio, lo sintió, lo olió. Era la muerte. Estaba escondida entre las sombras, agazapada entre las columnas del viejo palacete griego. ¡Ella! ¡Claro! ¿Cual era la razón del enfrentamiento? ¡Por ella! ¡La muerte, descomponedora universal, les empujaba a luchar, a morir, a perecer, a dejar de existir! Parmenio tiró su daga.
-Yo no lucho -le dijo a su hermano menor-.
Menón le miró, cauteloso. Podía ser una trampa.
-¿Y por qué no? Uno debe ser Rey, otro debe morir.
-¿Y por qué hemos de asesinarnos, Menón, si somos hermanos?
Menón quedó pensativo.
-Uno debe ser Rey, otro debe morir -repitió-.
-¿Y por qué uno debe ser Rey y otro debe morir? -cuestionó Parmenio-.
-Siempre ha sido así.
-Pues cambiémoslo, Menón, cambiémoslo. Tú y yo Reyes, ambos dos. Reyes de nuestra polis. Gobernemos en paz y armonía y la muerte, que es la víbora causante de esto, la que desea nuestra destrucción, quedará lejos de nuestro reino y no podrá atacarnos, y no podrá vencernos, y no podrá matarnos. Seremos por siempre vivos. Nunca muertos.
Menón comprendió la razón de las palabras de su hermano, y aceptó. Ambos se abrazaron.

De aquel pacto contra la muerte, contra el mal, quedó por delante un próspero tiempo en el que las gentes de aquella polis amaron como nunca antes a sus monarcas. Parmenio y Menón se convirtieron en la envidia de los otros gobernantes. Populares desde un rincón del Mediterráneo al otro, sus logros cívicos y sociales no tenían nada que envidiar a sus logros militares. Los territorios gobernados por su polis se extendían bajo el yugo poderoso de su ejército. Sus arcas rebosaban de tesoros, sus harenes, rebosantes de mujeres. ¿El secreto? Ni una sola muerte en su ciudad. Con su subida al trono, los hermanos prohibieron la pena de muerte, endurecieron como nunca antes las penas por los delitos de sangre y situaron a los enfermos en unos lugares especiales fuera de la ciudad. Todo enfermo marchaba a que le atendiesen allí, y no regresaba al núcleo urbano si no sanaba antes. La muerte era una maldición contagiosa, y gracias a estas medidas en muchos años no había pisado aquella ciudad. Una década transcurrió, espléndida y feliz para los hermanos. Pero la muerte, malvada arpía, juraba y aclamaba que los acabaría derrocando por destronarla de aquel lugar. Un día, mientras Menón paseaba por los jardines, un ave calló muerta a sus pies. El monarca llamó rápidamente a un esclavo para que recogiese al animal, en palacio ni siquiera se permitía que falleciesen animales. Asustado, acudió a un sacerdote quien le ayudó en espíritu a alejar a la muerte, y después se dio un baño, que le ayudó en cuerpo a alejar a la muerte. De nada sirvió. No había pasado la tarde, cuando Menón, sofocado, comenzó a temer que su hermano descubriese que había visto la muerte. ¿Y si lo mataba a él por haber quedado mancillado? ¿Y si por su culpa la muerte volvía a la ciudad? No podía permitirlo. Pero, ¿qué hacer? "El esclavo, ¡él sabe lo sabe!, ¡si lo cuenta es mi fin!", se dijo. De pronto irrumpió en la sala el esclavo que había retirado el cadáver del animal. "¡Viene a sobornarme! ¡Me atemorizará con denunciarme a mi hermano!". Rápidamente agarró una piedra del jardín, volvió a la sala y machacó el cráneo del esclavo con ella. "Ya está. Pero... ¿qué he hecho?, esto es aún peor... ¡asesinato! Ahora la muerte campa libremente por palacio." Escondió el cadáver y se dispuso a ir a purificarse cuando oyó un llanto. Se trataba de una niña, también esclava, que asustada, había contemplado el asesinato. "¡Oh no!, ¡me descubrirá ante mi hermano!". Y la estranguló.
Pasaron las semanas y a cada noche, una persona se le aparecía en sueños a Menón que le contemplaba mientras mataba a alguien. Por ello, al amanecer, corría a asesinarles. Cinco días más tarde, habían desaparecido dos de los hijos de Parmenio, dos de sus mujeres y una mujer de Menón. Preocupado, Parmenio llamó a Menón para hablar del extraño suceso. Ambos se miran, uno en frente del otro. Como hace diez años. Parmenio comprende que la muerte mora de nuevo en palacio, que Menón es el culpable de las desapariciones. Una lágrima cae por su rostro, pero comprende que hay que ser fuertes.
-Menón, lo sé todo. Y aún así, hermano, te digo que hay que vencerla, que podemos vencerla. Dime, Menón ¿renuevas el pacto que hicimos hace una década y te comprometes a no cometer asesinato?
Menón le mira atónito. Le ha perdonado.Está libre de la muerte.
-Sí, Parmenio.
Y se abrazan como hace diez años. "Libre de la muerte", piensa Menón. Y entonces se asusta. ¡Libre! ¡Libre para ser de nuevo apresado! ¡Libre para ser luego oprimido por la culpa, libre para ser condenado y sometido! ¡Libre de la muerte, para estar condenado a ella! No, no puede volver a vivir lo que ha vivido. Tiene miedo, Menón tiene miedo. Aferra su daga y la clava en las entrañas de su hermano, mientras llora, mientras gime, mientras clama a los dioses agradeciéndoles el colocarle, de nuevo, los grilletes de la muerte, los grilletes de la Humanidad. Parmenio, en el suelo, moribundo, acierta a preguntarle:
-¿Por qué, Menón? Yo te quiero, eres mi hermano.
Menón lo mira llorando y sonriendo. Llorando por su hermano, sonriendo por su hermano.
-Por eso mismo que yo también te quiero, Parmenio, te odio. Por eso mismo que yo me quiero, me odio. Vivir sin muerte no es no morir, sino no vivir con ella. Y ella te está buscando siempre, Parmenio. Y te acaba encontrando, y te destruye, y te hace sentir mal, y te odias a tí mismo. Por ello, que yo quiero vivir con ella, encarcelado en ella, sumiso a ella. Así no podrá someterme, porque soy ya su sometido.

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