miércoles, 31 de enero de 2007

RELATO II

LOS SUICIDAS NO VAN AL CIELO


La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se frota los ojos, se tapa con la mano, intentando zafarse de esta luz maldita que le ha despertado. En su lucha contra la amorfa sustancia, tira varias latas de cerveza de la mesilla de noche. Le da igual. Jacques se levanta, está vestido. Vestido y sucio. La televisión está encendida, con un estúpido canal de teletienda. Jacques tiene la sensación de haber tenido una pesadilla. Ha dormido mal, y está cansado, por lo que se tumba en el suelo, entre revistas viejas y cajas de pizza.
Tras dormitar unos minutos, finalmente Jacques se levanta del suelo. ¿Qué hizo ayer? No puede recordarlo. ¿Habrá bebido? Huele su ropa, efectivamente huele alcohol. Entonces se dirige a una mesa pequeña en el centro de la única habitación, aparte del baño, del apartamento. Hay una foto. Aparece una pareja. El hombre moreno, delgado y muy alto. La mujer, delgada, esbelta y rubia, con unos profundos ojos azules y un pelo largo y sedoso. Ella es Elisa. El otro es Jacques -o el otro Jacques que existió hace tanto-. Éste acaricia el cristal que le separa de la foto mientras, melancólicamente, le habla a la mujer.
-Hoy hace 6 meses...
Elisa estaba enferma. Elisa, esa mujer invencible, ese ángel como le llamaba Jacques -mientras ella, riendo, se burlaba de él-, esa belleza encarnada, esa personalidad arrolladora y llena de vida había muerto hacía 6 meses. Seis largos meses, con sus 180 tristes días, con sus terribles 180 noches, con sus 4320 interminables horas, con su infinidad de minutos y segundos que pesaban horriblemente en el alma de Jacques. Elisa estaba enferma de sida, y tal como vino, así se fué. ¿Habría existido de verdad? ¿Ese ángel había vivido con Jacques? ¿No era un ligero sueño? Quizás su vida fuese un sueño, o más bien un sueño convertido en pesadilla.
Jacques sale a pasear por la ciudad. La gran ciudad que un día le pareció el paraíso, donde se besaba con Elisa, donde se escabullían entre sus sombras, era hoy una asquerosa cloaca, donde los indigentes se acurrucaban en sus esquinas, las prostitutas le llamaban con sus voces rotas y las ratas se amontonaban en el metro. Pero todo eso se acabaría, ése día iría con ella, con su Elisa, con su ángel. Aún recordaba cómo en varias ocasiones había intentado infectarse del sida, contaminarse de Elisa, para irse con ella. Va llorando mientras se dirige hacia el puente. No lo había llegado a hacer porque a Elisa se le hubiese partido el alma saber que Jacques moriría de su mismo mal, contagiado por ella. Pero todo daba ya igual, ahora estarían juntos. Jacques vé a una figura oscura en el puente. Un hombre con gabardina quizás. Le grita algo. ¿Qué dirá? ¿Qué más da? Un enorme camión rojo, el más grande que Jacques ha visto nunca, pasa por debajo del puente cuando Jacques se encarama a la barandilla. Siente el viento en la cara.

La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se frota los ojos, se tapa con la mano, intentando zafarse de esta luz maldita que le ha despertado. En su lucha contra la amorfa sustancia, tira varias latas de cerveza de la mesilla de noche. Le da igual. Jacques se levanta, está vestido. Se mira. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? Ayer estaba en el puente, apunto de tirarse. Apunto de suicidarse. ¿Qué hace un día más en este mundo? Está vestido, como el día anterior. Mira rápidamente la televisión: la teletienda. Jacques queda ensimismado.
-¿Y qué hay de raro en ello?-se dice en alto-. Todos los días son iguales.
Apaga la televisión.
-He debido soñar lo del puente, he debido tener pesadillas. He dormido muy mal.
Se encamina a la calle. ¿Va a suicidarse?, decide que no, hoy no. Se pierde entre la enorme cloaca que es la ciudad. Y va sumiendose más y más en ese olor putrfacto, ese olor de ciudad, ese olor que le indica que no es el único cadáver que se está pudriendo en vida. Y de pronto está en el puento. Y pasa el camión rojo, y le grita el hombre, e incluso llega a saltar, pero en el aire la imagen se desvanece.

La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se levanta de un salto. Está vestido. Mira la televisión, está puesta: la teletienda.
-¿Qué está pasando...? -susurra-.
Se encamina a la puerta, tiene que salir de esa madriguera donde su pudre. Antes de salir saca la única fotografía que posee de su marco y la guarda en el bolsillo de su chaqueta. ¿Está drogado? ¿Ha estado drogado estos días? Todo da igual cuando uno muere, si finalmente se lanza al vacío desde el puente, esta extraña sensación no puede asaltarle de nuevo. Así Jacques va a descansar. Ahora no pasea por las calles, no se pierde por ellas. Va corriendo, fatigado en dirección al puente. Pero no llega, ¿qué está pasando? ¿Por qué las calles que antes me conducían a ese condenado puente ahora me pierden en las entrañas de la ciudad? Finalmente aparece en el puente a la misma hora de las dos veces anteriores. Y está el hombre de negro gritándole. Y está el camión rojo. Y está el lanzándose al vacío.

Y vuelve a despertarse en su asqueroso apartamento. Y el Sol le da en la cara. Y está igual de vestido e igual de sucio. Y la televisión está encendida emitiendo la teletienda. Y su fotografía, en su marco.
-¡¿Qué está pasando?!-grita-.
Decide escapar. Es la ciudad. Esa maldita ciudad que vio nacer a Elisa, y que vió nacer al violador que la contagió el sida en una calle oscura. Y fue esa ciudad, la que le puso a ese ángel en su vida, para después quitárselo. Y ahora le martirizaba. Jacques coge un tren, y se va lejos de la ciudad. Y pasan los edificios, y después los pueblos, y después los campos. De nada sirve. Jacques cierra de pronto los ojos y, cuando los abre, está de nuevo en el puento. La figura negra se levanta ante él y el camión rojo pasa por debajo. Él encaramado a la barandilla, apunto de saltar. Decide escuchar al hombre que le grita por primera vez. Entonces lo oye, aunque no lo comprende.
-¡La muerte no es la liberación, sino la condena!-le grita aquel desconocido-. ¡Los suicidas no van al cielo, quedan atrapados en su muerte!
Y mientras Jacques se lanza al vacío, oye como aquel hombre ríe macabramente. Él es la muerte. Y sus suicidas están condenados a revivir una y otra vez el día de su muerte. Y siente el dolor, siente como sus huesos se machacan contra el duro asfalto, y siento sus vísceras retorciéndose en su cuerpo y siente el metal del automóvil que le atropella y siente el horrible dolor de la muerte. Comprende entonces que ha perdido su vida, ya no hay recuerdos, ya no hay nada. Está atrapado en un día, en el más mísero día de su mísera vida. Y ya no existe Elisa, ni siquiera él mismo, porque el ser humano es recuerdos, vida, felicidad: en definitiva, alma. Todo se ha esfumado, y él queda atrapado en esa macabra y desgraciada dimensión hasta el fín de los días e incluso más allá, hasta que el Universo se pliegue sobre sí, hasta que el cosmos estalle en mil pedazos y las estrellas sean absorbidas y derretidas por agujeros negros y entonces su memoria residual, ésa memoria plásmica que queda tras la muerte cuando uno, como Jacques ha perdido el alma, no quepa ya en esa dimensión y no ya su alma pues la ha perdido, sino su esencia putrefactamente degenerada, descanse por fín en paz, no en el cielo, no con Elisa, pero sí en paz.

La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo...

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El Hispánico

RELATO I

EL SUEÑO DE ADÁN

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Adán despierta confuso, perdido. ¿Dónde está? Se encuentra en un lugar maravilloso, en un jardín enorme. En el jardín hay alimentos, agua y diversiones. Tiene incluso una casa en lo alto de una montaña. Adán lo inspecciona todo, maravillado. Olfatea con ansia el ambiente, todo está bien. Mira a todos sitios, está solo. De pronto un gigante se le aparece, un gigante cósmico, universal, poderoso. Es Dios. Su Dios. Dios le da la bienvenida. Dios le acaricia. Le dice que todo lo que hay ahí es suyo, que el es el Rey, que de todo es su señor. Además le trae una hembra, una compañera, una esposa, un Reina en definitiva. Y les ofrece de nuevo reinar sobre todo, ser todo. Les ordena que propaguen su prole como Reyes del Todo.
Como única condición, Dios enjaula el jardín del Edén. Los barrotes blancos, impolutos, aparecen del suelo al cielo, encerrándolo todo. La única condición es que no abandonen el jardín, les previene de que encontrarán la muerte. Les dice que tras los barrotes del Edén no hay nada, quizás sólo muerte. Adán y Eva, su compañera, aceptan. Es poco el precio que han de pagar. Y pronto nacen Caín, Abel y Seth, sus dos hijos e hija. Y Adán y Eva son felices.
Entonces Eva está pensativa. Y su marido, maravillado aún por los regalos de Dios, le pregunta qué le pasa.
-Adán, ¿no tienes curiosidad por saber qué hay después del Edén? ¿Qué hay más allá?
Adán queda pensativo. Por fín responde.
-No hay nada. Hay muerte, lo dijo Dios.
-Si hay muerte... entonces hay algo. ¿No crees?
Adán queda pensativo, de nuevo. Se cogen de la mano y se acercan a los barrotes. Tras el Edén, más allá de los confines del mundo en sus albores, se ve una niebla profunda, cósmica, gigante, universal. Todo ella como Dios. Es blanca, y más allá, lejos de la muerte, parece hallarse la eternidad. Y todo esto despierta en Adán una terrible curiosidad. La curiosidad le oprime el corazón. El corazón le oprime el cerebro. El cerebro todos sus músculos. Sus músculos le oprimen los nervios. Y los nervios le oprimen el sueño. En sueños Adán ve que viaja hasta los confines del mundo, más allá, donde encuentra a su Dios, donde él es Dios. Y Adán se despierta y corre, asustado, hasta los barrotes. Y entonces se da cuenta de que Dios les tiene encarcelados. Aún así comprende que no le odia, sigue amando a su Dios. Pero están condenados a ser libres en la esclavitud, a ser esclavos en un reducto de la libertad. Y Adán quiere ir, y volar como las aves, y oír y ver el mundo. Por que su mundo es muy pequeño, porque en su mundo apenas cabe él. Y él necesita saber, él necesita vivir. Y entonces trepa por los barrotes. Adán quiere escapar. Y cree que la mejor forma es por la parte de arriba, y entonces trepa y trepa y se cuelga de los barrotes del techo. Y va aferrándose a ellos hasta el centro, donde hay una trampilla con un orificio pequeño, donde le cabe la cabeza.
Y Adán se asoma en la Eternidad, en el exterior del Edén, en lo que es y no es. Adán se asoma al Dios ancestral, al Dios único. A su Dios. Y entonces se da cuenta, como si de un enorme espejo se tratase lo que hay fuera del Edén, que su piel está cubierta de pelo. Y aún teniendo sólo la cabeza fuera del Edén, descubre que no anda a dos patas, sino a cuatro. Y vé que sus profundos y enteros ojos negros no denotan inteligencia humana, y que sus manos no son tal, sino pequeñas patitas con uñas, inútiles para cualquier herramienta. Y descubre que no tiene nariz, sino hocico. Y vé que no tiene muelas, sino incisivos, dos grandes incisivos que se le salen de la boca. Y Adán vé que tiene bigotes, no de humano, sino de animal. Y Adán descubre, por fín, que no se llama Adán, que no es el primero de nada, que no es ni tan siquiera humano. Adán se libera de su ceguera y descubre que no es humano, que es un hámster. Adán comprende que no se llama Adán, sino Helio. Y Helio vé entonces que su compañera humana no lo es tal, que es otra hámster, y que se llama Kayla y no Eva. Y que sus hijos no son más que ratillas sin pelo, indefensas ratitas sin pelo, retorciéndose como tres gusanos, con más dientes roedores que cuerpo. Y vé que no se llaman Caín, Abel y Seth, sino Helio, Alfons y Halya. Todo a sido un sueño, todo un efímero sueño que se esfuma como el humo del fuego extinto. Y entonces comprende el encierro de Dios, y entonces envidia a Dios. Pero ya no hay vuelta atrás. Su cabeza ha quedado atascada en el orificio, mientras su cuerpo cuelga zarandeándose, desesperado, de la enorme y gigantesca jaula. Y el hámster Helio intenta zafarse, pero el hámster Helio, otrora Rey de Todo, otrora Adán, otrora humano, no puede zafarse de su trampa. Y cada vez le queda menos aire, y cada vez sus debilitados pulmones se llenan menos. Y llama a su Dios, pero su Dios, que no es más que un niño humano, no está para salvarle. Y Helio muere, como mueren todos los que un día soñaron despiertos, como mueren todos los que engañados, vivieron una irrealidad maravillosa y fallecieron en una realidad horrorosa. Y Helio muere, allí colgado.


Dedicado Helio (05/05/2003 - 27/04/2004), que, como este Adán, murió por un sueño, por conocer que había más allá de su jaula.

domingo, 28 de enero de 2007

MITO IV

EL ÚLTIMO MENÓN

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Escondido entre las sombras, el pequeño de diez años espiaba la conversación entre su padre, el Rey, y otro hombre.
-Tengo un teoría, Majestad -decía el desconocido-.
El rey, molesto, le miraba con odio.
-Una dinastía reinante -decía-, señor mío, según opinamos en la Orden Parmenita, debe aportar a su Estado una de dos condiciones.
Menón IV, hastiado, saborea un trago de vino de la copa que sostiene con la mano derecha.
-¿Y bien, cuales son?-preguntó finalmente-.
-Una Casa Real que quiera mantenerse y mantener su Estado, debe aportar, o bien genialidad en la inestabilidad, o bien estabilidad en la mediocridad.
El monarca arquea una ceja. Nervioso, aprieta el puño izquierdo.
-¡Explíquese! -exclama-.
-Le explico, le explico. Una familia que quiera reinar generación tras generación, debe contar con reyes geniales para un país inestable. Un reino en sucesivas guerras, sublevaciones, conjuras y mentiras, necesita un jefe audaz, fuerte, valeroso, intrépido, inteligente. En definitiva, un genio. Por el contrario, en un país mediocre, pequeño quizás, sin guerras, sin sublevaciones, sin conquistas, sus gentes, sus nobles, sus generales, exigirán al Rey, si bien no una genialidad, al menos estabilidad, para que el Estado siga avanzando, al menos, como está.
-¿Y en qué categoría se supone que me encuentro yo?
El desconocido sonríe. Su sonrisa es macabra, como de otro mundo.
-Señor, usted es un rey mediocre gobernando un imperio inestable, y lo sabe.
Menón, enfurecido, arroja la copa al suelo.
-¿Osas insultarme? ¡Guardias!
El desconocido se abalanza sobre el rey y le cierra la boca con la mano derecha. El pequeño Mithas se asusta y está apunto de escabullirse de entre las sombras para pedir que ayuden a su padre cuando el desconocido le suelta y prosigue el diálogo.
-Está en mis manos, rey Menón, sabe que mi congregación le vigila. ¿Quieres el exilio, la pobreza? Ya hablaremos de todo esto, pero no te consentiré ninguna insolencia.
El desconocido, un hombre alto, más joven que su padre, de tez morena y cabellos oscuros y rizados, sale de la estancia. El rey queda sólo, pensativo.

Mithas era un niño inteligente, que disfrutaba espiando a cualquiera de la corte. Su madre, Olimpia, gustaba de los chismes que el niño oía por todas partes, y en más de una ocasión, el príncipe había ayudado a resolver casos de robos y desapariciones. Conocía todos los rincones de palacio y a todos los que lo poblaban. Desde hacía meses, una extraña organización, llamada "Orden Parmenita", se había afincado en en el Palacio de Apuenea, la capital del reino. Sus padres andaban nerviosos y algunos de sus tíos y primos estaban desapareciendo. Cuando Mithas vio desfilar a los parmenistas, vestidos con túnicas negras, hacia el salón del trono les siguió. Dentro se encontraba su padre hablando con la veintena de parmenitas.
-...¿y si acepto seré rey hasta mi muerte?-oyó Mithas a su padre-.
-Así es, Menón. Como ve, Majestad, es una propuesta razonable.
Menón quedó callado, pensativo. Abrió la boca para añadir algo cuando las puertas de bronce se abrieron de pronto e irrumpió una mujer esbelta, joven, de cabellera castaña y suave, que Mithas conocía muy bien.
-¡Menón, nos han traicionado! ¡No se la des, han asesinado a todos tus hermanos! ¡El palacio está tomado!
El rostro del rey fue invadido por la sorpresa y la ira.
-¿Y a tí qué más te da, Menón? -le espetó el hombre que días atrás le había tapado la boca con la mano-. Recuerda lo que te expliqué, ¿de veras creías que ibamos a dejar vivir a tu familia, a tu prole? Pero eso a tí no te incumbe. Todos tus antecesores sacrificaron a alguien de su familia, conjuraron contra ellos para conseguir que hoy tú estuvieses aquí.
Menón se levantó, furioso, e intetó abalanzarse contra aquel hombre.
-¡Te voy a matar, Agenón!
Al intentarlo, los allí presentes le rodearon y sacaron sendas dagas, y apresaron a Olimpia, la reina.
-Te he propuesto un trato y has aceptado. A cambio de la Llave de Zeus, que nos conferirá el poder a la Orden Parmenita, tú serías nuestro rey hasta tu muerte. ¿Dónde está la llave?
-¡Me prometiste que mi familia viviría! ¡Qué cuando yo dejase este mundo ellos conservarían títulos y riquezas, y que participarían en el gobierno del reino!
Agenón, el líder, rió.
-Resultas muy molesto, ¿sabes? ¡Generación tras generación tu familia sólo ha dado reyezuelos que asesinaron y traicionaron a sus hermanos, padres, madres, esposas e hijos por el poder! Y llegas tú, el último de ellos, y resultas ser todo un moralista. ¿Dónde está la Llave de Zeus?, ¡ya!
Entonces le golpeó en el estómago y Menón cayó de rodillas al suelo, pero no dijo nada. Mithas sentía cada vez más miedo, y quería correr con su madre, pero ésta estaba sujeta por dos hombres.
-Muy bien, Menón, llegó la hora. Te hemos hecho una propuesta que has rechazado. Llevadlo al altar. Y que su esposa la vea todo.
Los otros le obedecieron rápidamente y colocaron al rey en un pequeño altar al fondo de la sala, cerca de donde Mithas se encontraba escondido entre unos muebles y una columna. A los diez minutos, llegaron decenas y decenas de parmenitas, que inundaron la amplia sala de tonos negros.
-Servidores parmenitas, ha llegado la hora. Éste es el Rey, que hoy será torturado, junto con su esposa, hasta que nos revele dónde se encuentra el Tesoro de los Dragones, la Llave de Zeus.
Las torturas, para horror de Mithas, duraron horas hasta que Menón confesó el lugar en el que se escondía el tesoro más valioso de su familia. Dos parmenitas fueron a donde les había indicado el rey y, casi media hora después, llegaron con la preciada pieza. A Agenón le brillaron los ojos de codicia.
Agenón sacó de entre su túnica una gran espada plateada y miró el cuerpo ensagrentado.
-Sólo tenías que haber hecho lo que todos tus antepasados hicieron y ahora seguirías vivo -le susurró-. Parmenitas, nuestra causa llega a su cúspide -se dirigió elevando la voz a los congregados-.
Mithas tuvo que ahogar un grito de terror cuando el arma se clavó en las entrañas de su padre. Agenón alzó la espada ensagrentada, dejando tras de sí el cuerpo sin vida del Rey.
-Hermanos, hemos cumplido nuestro acometido. Desde que en tiempos de Kaltos I descubriésemos el Libro de Parmenio, en el que nuestro Señor nos enseñaba la receta de la inmortalidad y el poder, hemos luchado por acabar con los descendientes podridos de su hermano Menón. Kaltos I exterminó a los descendientes de Parmenio cuando venció a los dragones, hoy nosotros hemos vencido a Kaltos encarnado en la sangre de sus descendientes. He aquí, en esta espada, la sangre del rey Menón IV, hijo de Menón III, nieto de Kaltos III, hijo de Menón II, de Kaltos II, hijo de Epira, hija de Kaltos I, nieto de Menón I, hermano de Parmenio Nuestro Señor. Hoy comienza el Nuevo Imperio bajo la República de los Parmenitas.
Agenón hizo una pausa. Uno de los parmenitas sacó un libro y lo leyó en alto.
-La profecía de Parmenio el Grande nos dice: "Y escribo estas líneas porque sé que la Muerte ha entrado en mi palacio. Y he visto que, muy probablemente, mi amado hermano Menón me asesinará imbuido por ésta y mi ansiada y casi conseguida eternidad morirá conmigo. Pero habrán de saber los que me sigan que hasta que la prole de mi hermano quede extinta por su traición, no volverá la Eternidad a Apuenea y la Muerte será vencida. Por ello, cuando la sangre de Menón el Traidor roce la Llave de Zeus, un tesoro que caerá en manos de sus sucesores, mis seguidores, en mi muerte eterna, se sumirán en el llamado Sueño de Epira, que será una reina descendiente de Menón. Y puesto que no quedará un sólo descendiente de mi hermano, despertarán diez días más tarde en una Apuenea nueva, gloriosa, imperial. Y los precursores de la República Parmenita, los miembros de la Orden, será eternos semidioses y gobernarán el mundo por el resto de los días. Pero guárdense de activar la Llave si la prole de mi hermano no ha muerto, pues el dragón Isdris y sus súbditos resucitarán y les devorarán".
Agenón sostenía en la mano derecha la espada ensagrentada y en la izquierda la Llave de Zeus. Todo el tiempo de espera, años de intrigas, le darían su preciado premio. Generación tras generación, su familia había servido a la Orden. Pero ahora dudaba de que todos los descendientes de Menón hubiesen muerto, ¿estaba seguro? "Sí, de eso ya se han encargado mis hombres. No queda ninguno, estoy seguro". Y entonces tocó con el filo manchado de la espada de la sangre de Menón VI, descendiente directo de Menón I, la Llave de Zeus. La luz inundó la sala y los parmenitas comenzaron a caer al suelo como si de cadáveres se tratasen, sumergiéndose en el Sueño de Epira. Y de pronto, cuando Agenón estaba cayendo en un sueño profundo, cruzó un niño corriendo, yu él le reconoció: era el príncipe Mithas. No habían acabado con la descendencia de Menón. Pero ya era tarde, el pequeño escapó mientras él dormía.

Y Mithas y su madre Olimpia escaparon, aunque ella falleció a los pocos días por las heridas causadas. El pequeño corrió para escapar de Apuenea, donde toda la corte de palacio había quedado dormida en un profundo sueño. Y corrió y corrió por los caminos, y atravesó ciudades y cruzó los bosques hasta que llegó, exhausto, hasta el mar. Y él no lo supo, pero diez días más tarde, los parmenitas despertaron del Sueño de Epira, un sueño magnífico que les devolvería a una realidad aún mejor. Pero no fué así. Cuando Agenón despertó y descubrió, horrorizado, a los dragones, recordó que la descendencia de Menón, el último sucesor, seguía vivo e Isdris y sus dragones habrían de devorarlos a todos. Y les quemaron con sus ardientes alientos a todos. Y destruyeron Apuenea, la ciudad de las mentiras, hasta sus cimientos. Y todos los apuenenses, menos uno, Mithas, murieron devorados por los dragones. Y los dragones reinaron por 40 años, tiempo que sobrevivió Mithas, pues ellos se alimentaban de su vida. Y Mithas olvidó quién era, olvidó dónde había nacido, olvidó quienes fueron sus padres y el traumático sacrificio que había presenciado. Y así se salvó Mithas, puesto que destruida Apuenea, destruida la Orden Parmenita, destruidos sus recuerdos, nadá quedó en Mithas de la sangre que corrompía a su familia. Y así fue que se casó y tuvodos hijos, y que sin saber por qué, les llamó Parmenio y Menón. Pero su historia no volvió a repetirse, porque había quedado libre de la maldición espiral de la miseria. Y fue un hombre sencillo y vivió sencillamente y se salvó y su prole se salvó. Y la conjura y la traición quedaron exiliadas de su sangre.

jueves, 25 de enero de 2007

MITO III

EPIRA DE GRECIA

Epira siempre odió ser mujer. En aquella Grecia de los albores de los tiempos, la mujer se encontraba relegada a la insignificancia más vil. Por ello, generación tras generación, cientos de mujeres que ambicionaban el poder y la fama, tramaban los hilos de conjura y traición a través de sus hijos, maridos y hermanos, con los que dominaban reinos y regían las vidas de miles de súbditos.
Se decía que sobre el emperador Kaltos, Señor de todas las Grecias, había caído una maldición: sus diferentes esposas sólo parían niñas. En realidad eso al monarca no le importaba, a pesar de las preocupaciones de sus consejeros, nobles y hombres de confianza. Kaltos siempre fue un hombre práctico, él para ser Rey había tenido que viajar cientos de kilómetros, engañar a los últimos dragones vivos sobre la Tierra y acabar con Isdris, el último de ellos, y robarle todos sus tesoros. Nunca tuvo ningún afecto por ninguna de sus hijas, ni por sus esposas, no tenía la capacidad de amar. Y mucho menos le preocupaba la situación en que ellas quedarían tras su muerte, sin un hermano varón que al sucederle, se responsabilizaría de la situación de sus hermanas. Él se había hecho a sí mismo, y le era indiferente el destino de su prole.
Epira no iba a consentir aquello. Si ya una mujer era insignificante aún cuando era hija de un emperador, mucho más lo sería expulsada de su palacio, renegada y despojada de sus títulos y privilegios. Y no lo consintió. Cumplidos 17 años, a Epira se le casó con el mayor patán de toda Grecia, pero un guerrero formidable y un noble con muchas posibilidades de suceder a su padre. Durante más de una década, la joven aguantó palizas, vejaciones, humillaciones. Todo por un fín, todo por el fín. Cada día era más desdichada, pero cada día sabía que estaba más cercana a ser la señora de aquellas tierras. Con cada paliza, estaba más cerca del trono. Con cada vejación, estaba más cerca de heredar los tesoros de su familia. Con su marido había hecho un pacto, una vez consiguiesen acceder al trono, él sería el Rey, pero en secreto, serían ambos quienes gobernasen el Imperio. Las noches en que Epira se acostaba magullada por las palizas de Zeunión, su esposo, eran precisamente en las que sus sueños eran más dulces, como si su espíritu intentase consolar al cuerpo herido. Y ella era feliz.
Lo cierto era que las hijas del Emperador, excepto un reducido grupo de ellas, vivían bastante mal. Llegaban a ser unas 20, y Epira se encontraba marginada, pese a ser la mayor, entre el grupo menos favorecido, por ser su madre de una categoría nobiliaria inferior a las de las demás. Muchas veces se despertaba sudorosa en mitad de la noche, tras haber soñado que lucía una espléndida corona, que vestía los mejores trajes y que los ejércitos estaban bajo sus órdenes. Lloraba en silencio, y a veces deseaba su muerte. Si hubiese muerto mientras soñaba aquellas magníficas imágenes, habría sido feliz, pero siempre, sin remedio, volvía a la cruda realidad.

Finalmente Kaltos murió un caluroso día de verano. Las únicas que lloraron su muerte, fueron sus hijas y esposas predilectas. Sus soldados y consejeros, y la corte, quedaron preocupados, con la muerte del emperador sabían que sucesivas guerras se sucederían. En su incineración, ya Epira puso en marcha su plan. Desde hacía tiempo, gracias a sus influencias en palacio y a las riquezas de su esposo, había creado entorno a ella una camarilla afín a su esposo en la corte y a varios generales en el ejército. Años de arduo trabajo, años de sufrimiento, años de aguantarlo todo por el poder, llegaban ahora a su fín. Ahora tendría su recompensa. Ahora sería la Emperatriz.
Apenas unos meses después, y tras varios misteriosos asesinatos y enfrentamientos sin mayor importancia entre distintos sectores del ejército, Zeunión fue coronado Emperador. Y gracias a su esposa, ninguno de los territorios se perdieron, ninguno de los generales se sublevaron. El pacto secreto se cumplió, y nada hacía Zeunión sin el consentimiento de su esposa. Unos años más tardes, Zeunión murió y le sucedió el hijo de ambos, Kaltos II. Epira era realmente la gobernante, pues el joven rey confiaba ciegamente en ella. Con el paso del tiempo, su sueño perfecto, su reinado ansiado, se había transformado para la reina Epira en una condena. No era el paraíso que había esperado desde su infancia. Nada para ella era fácil: con el transcurso de los años, con las victorias y las derrotas, siempre Epira debía estar alerta. Había desafiado al destino, nunca debió ser reina, y jamás podía desatender los asuntos de Estado. Amaba a su hijo más que a nadie en el mundo, y precisamente por ello le protegía sabiendo su incapacidad para reinar. En 20 años había envejecido 40. Veía conjuras en su contra por todas partes, oía planes de sublevaciones constantemente, y creía ver la sombra de un asesino que venía por ella todas las noches. Andaba nerviosa, desquiciada, con un temor infinito de perder lo que con tanto sufrimiento había conseguido. Sus dulces sueños se habían transformado en pesadillas, en las que aparecía destronada y pobre. Como tantos años antes, se despertaba sudorosa, volviendo a la realidad, que era mejor que sus pesadillas.

A los generales no les gustaba Epira, ni el poder que ella iba cobrando con el transcurso de los años. La traición se consumó rápida y efectivamente. Al emperador Kaltos II costó convencerle, pero finalmente le volvieron en contra de su madre. Cuando uno de los generales llegó a palacio y comunicó a Epira, con toda su arrogancia, que ya no era nadie en Grecia, ésta montó en cólera. Segura, decidida, confiada, corrió por las estancias hasta llegar al salón del trono, donde su hijo se encontraba reunido.
-¡Kaltos! ¡Hijo mío! ¡Mi rey y señor! -dijo la madre acercándose a él-, ¿sabeis de la infamia que me padece? ¿sabeis los insultos proferidos a mi persona por un general necio?
Su hijo callaba. Miraba a un lado, eludiendo la posesiva mirada de aquella madre. Y Epira lo supo, Epira lo comprendió todo. Su hijo del alma, aquel hijo que sostenía esa corona gracias a ella, que lo era todo gracias a ella, la repudiaba. Que sus años de miseria volvían de nuevo, que las traciones de nada habían servido, que todo lo que había maquinado no era más que un sueño. Que su reinado, su poder, se escurría entre sus dedos irremediablemente como si de arena del mar se tratase, que su época se la llevaba cual humo por el viento.

Y entonces, abandonada, despojada de todo, más mísera que cuando era una de las muchas hijas de Kaltos I, por fín fue verdaderamente señora, reina, emperatriz. Sucia, moribunda, más anciana que nunca, se sumión un día en un profundo sueño, feliz y eterno, del que nunca hubo de despertar. Y por primera vez fue feliz, verdaderamente feliz. Y soñó para siempre que era pobre y vulgar, pero por ello mismo, la más afortunada de los mortales, pues ni condenas, preocupaciones, traiciones la acechaban. Era simplemente Epira.

miércoles, 3 de enero de 2007

MITO II

EL PRÍNCIPE Y EL DRAGÓN

Hacia tiempo que Isdris, uno de los cinco Reyes de los Dragones, había muerto en aquella aldea polvorienta de Turquía. Y en cambio, el joven príncipe sabía que no era cierto, que aquel demonio seguía escondido entre aquellas llanuras, guardando los tesoros de su ciudad, habiéndole robado la dignidad a su familia. Mientras su ejército se asentó en la estepa, Kaltos, el príncipe y dos de sus hombres se dirigieron a la aldea. Supo por un viejo del lugar que Isdris se ocultaba en las montañas del Sur, en una enorme caverna y que salía de ella sólo una noche al mes para cazar y beber. El príncipe y sus hombres se dirigieron hasta aquel lugar. Tardaron dos semanas y atravesaron buena parte de la península, pero por fin llegaron a la morada del dragón. Isdris, como todos los de su especie, era un ser avaro y codicioso, cuyos asaltos a las ciudades tenían como única finalidad la de arrebatar sus tesoros y guardarlos celosamente en su caverna. Los hombres acamparon en las cercanías y se dispusieron a esperar que el animal abandonase la cueva. Esto ocurrió al tercer día cuando, en la noche, Isdris salió a alimentarse. No vio a los soldados camuflados entre los arbustos. Para cuando volvió, la mitad de su tesoro había desaparecido. Isdris rugió furioso, golpeó las paredes de la caverna, escupió fuego y se lanzó al vuelo a buscar a los ladrones. Encontró al ejercito de Kaltos dos días más tarde y, habiéndolos acorralado, los devoró uno por uno hasta dejar sólo a su príncipe. Cuando le fue a devorar, el joven se dirigió a él:
-Óyeme, dragón Isdris. Soy Kaltos, hijo de Urdión, hijo de Menón, Rey de Apuenea. Entre mis ropas, entre mis carnes, he escondido gemas, coronas, diamantes y brazaletes. Devórame y al llegar a tu estómago, el oro y la plata se derretirán en tus ardientes entrañas y morirás.
Recordó entonces la bestia que la ciudad de Apuenea había sido una de las últimas que había asaltado, cuando aún el rey Menón la gobernaba. Isdris, inquieto, rugía furioso.
-Puedo matarte sin la necesidad de devorarte -le contestó Isdris-.
-Pero perderías la Llave de Zeus, tu mayor tesoro, que he escondido entre mis ropas y cuyo material es tan frágil que se rompería al menor golpe. Y sabes que esta llave te trae la buena suerte y mantiene cualquier desgracia alejada de ti. Sin ella, caerá pronto sobre ti alguna maldición.
El dragón, ya fuera de sí, comenzó a escupir fuego, rugir, patalear y destrozar cuanto árbol, montaña o animal encontrase.
-¡Devuélvemela!
-¡Si tú devuelves a mi familia lo que nos arrebataste! -le espetó Kaltos-. Hagamos un trato. Hace ya 40 años, atacaste mi ciudad, Apuenea. Era la mejor y más próspera ciudad de Grecia y sus tesoros eran famosos en todo el mundo. Mi abuelo, Menón, el entonces Rey, nada pudo hacer contra tu ejército de dragones y en tan sólo 3 días nos arrebatasteis todo. Acusado por sus súbditos, abandonado por sus ministros, despreciado por sus soldados y sin su hermano Parmenio, fallecido meses antes, Menón y con él toda su familia, hubo de exiliarse. Apuenea perdió todos sus territorios y quedó arruinada. Además, cuando años después robaste la Llave de Zeus, fingiste tu muerte para no tener que compartirla con los otros reyes dragones, por lo que ni mi abuelo y mi padre dieron su fortuna por perdida. Ahora yo te he encontrado.
Isdris clavó su mirada en Kaltos. No había enemigo más peligroso que aquel que durante años, durante generaciones, había acumulado odio.
-¿Y si me niego, humano?, ¿y te sigo hasta que pueda matarte sin dañar la llave?
Kaltos rompió a carcajadas.
-Tenía entendido que tú, Isdris, eras el más inteligente de los dragones, pero no me imaginaba cuán era cierta esta afirmación. Te diré que he ordenado a diez mensajeros que, en caso de no volver a mi casa dentro de dos semanas, se dirijan a Alún, la isla en la que vivís los dragones para advertir a los otros cuatro reyes que conseguiste la fabulosa llave y fingiste tu muerte para no compartirla con ellos. Y entonces te buscarán y te matarán.
Isdris gruñó, sintiéndose acorralado por aquel insignificante, pero astuto humano, que había trazado toda una conjura en su contra.
-De acuerdo, astuto Kaltos. ¿Qué habría yo de hacer, si ya tienes los tesoros de tu familia, para compensarte?
-No quiero los tesoros, son todo tuyos. Sólo guardaré la llave, pare asegurarme que cumplirás tu parte. El trato es éste: formarás parte de mi ejército por cinco años. Tiempo suficiente para que reconforme el imperio que mi abuelo Menón y su hermano Parmenio unificaron y tú destruiste. Después quedarás libre y te devolveré la llave.
-Todo está bien planeado, Kaltos, pero olvidas que si pretendes crear un imperio, pronto llegará a oídos de los Reyes Dragones que sigo vivo y me matarán por haberles traicionado.
-Tú serás su Emperador Supremo, ya está todo planeado.

Y los cinco años transcurrieron victoriosos para el rey Kaltos. El rey y el dragón habían hecho cundir la discordia entre los clanes de dragones y sus reyes, y unos a otros habían ido asesinándose. Tras unos meses, sólo quedaban diez dragones vivos, de los cuales Isdris se convirtió en Emperador. Bajo su gobierno y atendiendo al pacto realizado con Kaltos, éstos se unieron también al ejército del príncipe, que al poco tiempo, y tras asaltar Apuenea, había sido coronado Rey. A partir de ahí, habían conquistado toda Grecia, Anatolia y Egipto. Isdris y Kaltos actuaban y convivían como hermanos, pero en realidad uno esperaba traicionar al otro, el otro esperaba ser traicionado por el uno. Y así llegó el día en que Kaltos reunió a los once dragones para devolver la Llave de Zeus a Isdris que, junto a los dragones, le había ayudado a unificar su imperio. Isdris tenía planeado asesinar a Kaltos y adueñarse todos los tesoros del imperio en cuanto le devolviese la llave, puesto que, siendo el líder supremo, ya no tendría que esconderse para no compartirla, y gobernaría por encima de los otros diez. Lo que no sabía Isdris era que Kaltos se le había adelantado y que, durante todo ese tiempo, había prometido a cada uno de los dragones que la Llave de Zeus sería para cada uno de ellos, por lo que, llegado el día, cada dragón creyó que el Rey les iba a conceder sólo a él la preciada joya que les conferiría el poder de coronarse Emperador. Cuando Kaltos dejó la pieza de finísimo cristal con adornos de oro en el pedestal de piedra que rodeaban los dragones.
-Que el dueño y señor de esta joya se adelante para obtenerla -exclamó Kaltos-.
Habiendo caído en la trampa del Rey, todos se adelantaron creyendo ser los dueños de la pieza. Pronto empezó la discusión que desembocó en una encarnizada lucha por hacerse con la llave. Cuatro días más tarde, los diez dragones habían muerto y sólo Isdris, el más fuerte de ellos, había sobrevivido, quien, exausto y malherido porla batalla, fue abatido por el ejército de Kaltos, dando así muerte al último dragón sobre la Tierra y obteniendo para sí el rey Kaltos la Llave de Zeus y todos los tesoros que durante siglos los dragones habían atesorado en las isla de Alún. Lo que no sabía Kaltos era que la historia se repite, y que su familia, los Señores de Apuenea, estaban condenados a repetirla una y otra vez por generaciones. Todos ellos eran esclavos de la traición, la conjura y la muerte, que campaban por sus palacios y mancillaban sus tesoros y glorias. En este mundo, y en cualesquiera otros, todo lo que se consigue con la traición se acaba perdiendo también por ella.