jueves, 25 de enero de 2007

MITO III

EPIRA DE GRECIA

Epira siempre odió ser mujer. En aquella Grecia de los albores de los tiempos, la mujer se encontraba relegada a la insignificancia más vil. Por ello, generación tras generación, cientos de mujeres que ambicionaban el poder y la fama, tramaban los hilos de conjura y traición a través de sus hijos, maridos y hermanos, con los que dominaban reinos y regían las vidas de miles de súbditos.
Se decía que sobre el emperador Kaltos, Señor de todas las Grecias, había caído una maldición: sus diferentes esposas sólo parían niñas. En realidad eso al monarca no le importaba, a pesar de las preocupaciones de sus consejeros, nobles y hombres de confianza. Kaltos siempre fue un hombre práctico, él para ser Rey había tenido que viajar cientos de kilómetros, engañar a los últimos dragones vivos sobre la Tierra y acabar con Isdris, el último de ellos, y robarle todos sus tesoros. Nunca tuvo ningún afecto por ninguna de sus hijas, ni por sus esposas, no tenía la capacidad de amar. Y mucho menos le preocupaba la situación en que ellas quedarían tras su muerte, sin un hermano varón que al sucederle, se responsabilizaría de la situación de sus hermanas. Él se había hecho a sí mismo, y le era indiferente el destino de su prole.
Epira no iba a consentir aquello. Si ya una mujer era insignificante aún cuando era hija de un emperador, mucho más lo sería expulsada de su palacio, renegada y despojada de sus títulos y privilegios. Y no lo consintió. Cumplidos 17 años, a Epira se le casó con el mayor patán de toda Grecia, pero un guerrero formidable y un noble con muchas posibilidades de suceder a su padre. Durante más de una década, la joven aguantó palizas, vejaciones, humillaciones. Todo por un fín, todo por el fín. Cada día era más desdichada, pero cada día sabía que estaba más cercana a ser la señora de aquellas tierras. Con cada paliza, estaba más cerca del trono. Con cada vejación, estaba más cerca de heredar los tesoros de su familia. Con su marido había hecho un pacto, una vez consiguiesen acceder al trono, él sería el Rey, pero en secreto, serían ambos quienes gobernasen el Imperio. Las noches en que Epira se acostaba magullada por las palizas de Zeunión, su esposo, eran precisamente en las que sus sueños eran más dulces, como si su espíritu intentase consolar al cuerpo herido. Y ella era feliz.
Lo cierto era que las hijas del Emperador, excepto un reducido grupo de ellas, vivían bastante mal. Llegaban a ser unas 20, y Epira se encontraba marginada, pese a ser la mayor, entre el grupo menos favorecido, por ser su madre de una categoría nobiliaria inferior a las de las demás. Muchas veces se despertaba sudorosa en mitad de la noche, tras haber soñado que lucía una espléndida corona, que vestía los mejores trajes y que los ejércitos estaban bajo sus órdenes. Lloraba en silencio, y a veces deseaba su muerte. Si hubiese muerto mientras soñaba aquellas magníficas imágenes, habría sido feliz, pero siempre, sin remedio, volvía a la cruda realidad.

Finalmente Kaltos murió un caluroso día de verano. Las únicas que lloraron su muerte, fueron sus hijas y esposas predilectas. Sus soldados y consejeros, y la corte, quedaron preocupados, con la muerte del emperador sabían que sucesivas guerras se sucederían. En su incineración, ya Epira puso en marcha su plan. Desde hacía tiempo, gracias a sus influencias en palacio y a las riquezas de su esposo, había creado entorno a ella una camarilla afín a su esposo en la corte y a varios generales en el ejército. Años de arduo trabajo, años de sufrimiento, años de aguantarlo todo por el poder, llegaban ahora a su fín. Ahora tendría su recompensa. Ahora sería la Emperatriz.
Apenas unos meses después, y tras varios misteriosos asesinatos y enfrentamientos sin mayor importancia entre distintos sectores del ejército, Zeunión fue coronado Emperador. Y gracias a su esposa, ninguno de los territorios se perdieron, ninguno de los generales se sublevaron. El pacto secreto se cumplió, y nada hacía Zeunión sin el consentimiento de su esposa. Unos años más tardes, Zeunión murió y le sucedió el hijo de ambos, Kaltos II. Epira era realmente la gobernante, pues el joven rey confiaba ciegamente en ella. Con el paso del tiempo, su sueño perfecto, su reinado ansiado, se había transformado para la reina Epira en una condena. No era el paraíso que había esperado desde su infancia. Nada para ella era fácil: con el transcurso de los años, con las victorias y las derrotas, siempre Epira debía estar alerta. Había desafiado al destino, nunca debió ser reina, y jamás podía desatender los asuntos de Estado. Amaba a su hijo más que a nadie en el mundo, y precisamente por ello le protegía sabiendo su incapacidad para reinar. En 20 años había envejecido 40. Veía conjuras en su contra por todas partes, oía planes de sublevaciones constantemente, y creía ver la sombra de un asesino que venía por ella todas las noches. Andaba nerviosa, desquiciada, con un temor infinito de perder lo que con tanto sufrimiento había conseguido. Sus dulces sueños se habían transformado en pesadillas, en las que aparecía destronada y pobre. Como tantos años antes, se despertaba sudorosa, volviendo a la realidad, que era mejor que sus pesadillas.

A los generales no les gustaba Epira, ni el poder que ella iba cobrando con el transcurso de los años. La traición se consumó rápida y efectivamente. Al emperador Kaltos II costó convencerle, pero finalmente le volvieron en contra de su madre. Cuando uno de los generales llegó a palacio y comunicó a Epira, con toda su arrogancia, que ya no era nadie en Grecia, ésta montó en cólera. Segura, decidida, confiada, corrió por las estancias hasta llegar al salón del trono, donde su hijo se encontraba reunido.
-¡Kaltos! ¡Hijo mío! ¡Mi rey y señor! -dijo la madre acercándose a él-, ¿sabeis de la infamia que me padece? ¿sabeis los insultos proferidos a mi persona por un general necio?
Su hijo callaba. Miraba a un lado, eludiendo la posesiva mirada de aquella madre. Y Epira lo supo, Epira lo comprendió todo. Su hijo del alma, aquel hijo que sostenía esa corona gracias a ella, que lo era todo gracias a ella, la repudiaba. Que sus años de miseria volvían de nuevo, que las traciones de nada habían servido, que todo lo que había maquinado no era más que un sueño. Que su reinado, su poder, se escurría entre sus dedos irremediablemente como si de arena del mar se tratase, que su época se la llevaba cual humo por el viento.

Y entonces, abandonada, despojada de todo, más mísera que cuando era una de las muchas hijas de Kaltos I, por fín fue verdaderamente señora, reina, emperatriz. Sucia, moribunda, más anciana que nunca, se sumión un día en un profundo sueño, feliz y eterno, del que nunca hubo de despertar. Y por primera vez fue feliz, verdaderamente feliz. Y soñó para siempre que era pobre y vulgar, pero por ello mismo, la más afortunada de los mortales, pues ni condenas, preocupaciones, traiciones la acechaban. Era simplemente Epira.

No hay comentarios: