RECUERDOS DE LA NIÑEZ
El hombre con abrigo negro, de unos 30 años, camina sólo por la calle. Se llama Richard. Es un día de Febrero frío y gris. Caen algunas pequeñas y minúsculas gotitas. Unos minutos después, todo huele a húmedo, a agua, a vida. Richard sonríe.
Richard abre los ojos, un día de Febrero, frío y gris. Tiene 5 o 6 años. Camina de la mano de su abuela, en su pueblo natal. Se dirigen a la casa de sus abuelos. Cuando llegan, unos niños amigos suyos le esperan para jugar. Richard es feliz. Juegan mientras caen algunas pequeñas y minúsculas gotitas. Minutos después, todo huele a húmedo, a agua, a vida. Richard, el Richard pequeño de la memoria del Richard adulto, es feliz. Todo eso es su infancia, su más tierna infancia. Ese recuerdo de la niñez, siempre le embriaga de una tonta felicidad. Siente que cuando era niño, era como un feto, como un mimado feto que se arropa en el cálido útero materno: protegido y alimentado.
¡Plaff! Richard mira hacia abajo, se ha manchado sus zapatos italianos de imitación. Ello le hace despertar en el mundo real. Ya ha llegado a la casa. Es una casa grande, que denota el alto nivel adquisitivo de sus ocupantes. Le abre la puerta la esposa. Es morena, delgada. Muy guapa. Le invita entrar al salón. Un niño de unos 5 o 6 años juega con un avión. A Richard le recuerda a sí mismo a su edad. Llega un hombre moreno, de unos 40.
-¿Qué tal todo, Richard?
Richard no contesta. Sí le devuelve una sonrisa, pero no contesta. Tarda unos segundos más.
-No has pagado al Jefe, Carlos.
No da tiempo a más. Richard saca su revolver y le dispara a la cabeza. Mientras el cadáver cae al suelo, algunos pedazos del cráneo y los sesos se esparraman por los sillones. El niño sale corriendo, pero Richard le dispara por la espalda. Cruza el salón y pasa por encima del cadáver del pequeño. Por la escalera baja la esposa. Richard le dispara en el pecho. Cae muerta. Mientras saca un mechero y, habitación por habitación, desde la planta de arriba hasta el salón, va prendiendo fuego a cortinas, alfombras y cojines, Richard silba una canción de cuando era pequeño. Baja las escaleras y, tras prender la planta baja, abandona la casa ya completamente en llamas. La fina llovizna cae a morir desintegrada en las llamas. Desintegradas como aquella familia. Richard vuelve a rememorar su infancia.
Mientras Richard abandona la solitaria calle oyendo ya las sirenas a lo lejos, habla en alto consigo mismo.
-Pobre crío... -piensa-. Quizás... No. Sino, el que hubiese acabado muerto hubiese sido yo. El trabajo esel trabajo... Sólo cumplo órdenes. "Los quiero muertos a los tres". Eso es lo que me han dicho. Además, quién sabe, quizá ese niño, de adulto, me hubiese matado a mí.
Richard se para un momento, pensativo.
-"Incluso el niño más dulce, puede llegar a convertirse en un monstruo" -dice para sí-. ¿Dónde he oído eso yo antes?
Vuelve a caminar.
-Quizá conozca la frase porque mi vida es eso: soy un simple crío convertido en un horrible monstruo.
Vuelve a pararse para encender un cigarrillo. Exala el humo.
-Sí, un monstruo, pero qué le vamos a hacer.
Una macabra carcajada rompe el silencio de la tarde.
El Hispánico
viernes, 23 de febrero de 2007
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