Un "mundo loco". ¿Quién no lo ha buscado alguna vez? ¿Quién no lo ha perseguido? ¿Es que Juana de Arco, Napoleón o Hitler no murieron buscando un mundo así?
¿No es fantástico? Pero no está a nuestor alcance ;).
El Hispánico
jueves, 12 de abril de 2007
miércoles, 28 de marzo de 2007
MITO VII
LA MUERTE DE DIOS
Armando Sánchez-Urquijo era un hombre tranquilo, pacífico y hogareño. Nacido en 1918, casado ya entrado en años, a los 38, era terriblemente temeroso de Dios. Tras vivir la Mundial y el imparable avance tecnológico, temblaba de terror porque consideraba todo esto "agravios" al Señor. A finales de 1960 se había recluído en su casa de Madrid, oculto en el sótano, enmarañado en sus libros, en su Biblia, en sus experimentos alquímicos. Su mujer y dos hijos apenas le veían. Amelia, su esposa, le pasaba la comida al sótano. Ya se había acostumbrado a la excentricidad de su marido. Muchos años después, cuando ya los hijos habían olvidado que tenían un padre, cuando ya la mujer no recordaba que un día estuvo casada, cuando ya en lugar a un marido creía hacerlo con un ser extraño, invisible, ajeno totalmente a ella, apareció Armando. Con mirada de loco, los cabellos despeinados, barba de años, ropa desgarrada y dedos ennegrecidos, Armando asustó a su familia.
-¿Qué día es hoy? -preguntó Armando-.
Amelia y sus hijos se miran.
-Es domino, papá -le dice el mayor-.
Armando se avalanza sobre el niño.
-¡Qué número!
-¡Armando, es 20 de Julio!-le grita Amelia-.
Armando, con su mirada de loco, se asusta.
-¿De 1969? -vuelve a preguntar-.
Amelia mueve la cabeza afirmativamente. Armando entra en cólera. Destroza la casa, llora, patalea, grita.
-¡Dios ha muerto! ¡Dios ha muerto! ¡Han matado a Dios!
Y sale corriendo.
Llega a Roma 10 días más tarde. Gritando, llorando, pataleando, se arrastra por la Plaza de San Pedro. La gente, asustada, le mira.
-¡Es que no se dan cuenta, insensatos! ¡Dios ha muerto! ¡Han matado a Dios! ¿Dónde está su cadáver? ¡Vengo a buscarlo...!
Con una linterna, a plena luz del día, Armando busca el cadáver de Dios.
-¿Usted lo ha visto, señora? -pregunta a una desconcertada mujer-.
Es ya motivo de risa, y la gente le hace fotografías y se ríen de él. "Está loco", comentan. Un cura se le acerca.
-¿Pero qué demonios le courre, señor?
Armando le mira.
-¿Me guarda el secreto?
El cura asiente.
-¡Se han cargado a Dios! -susurra-. El pobre estaba ya muy mal... pero... el día 20 se lo cargaron. Hasn matado al pobre.
-¿El 20?
-Sí, el 20 de Julio. El cadáver tiene que estar por aquí... ¿verdad padre? ¿Dónde va a morir Dios sino mejor que en su casa? Ha tenido que caer por aquí...
-El día 20 llegaron los americanos a la Luna -piensa el cura en alto-.
-¡Claro! Y el pobre Dios estaba ya jodido, padre, muy jodido.
La gente se aglomera.
-¡Loco! -le gritan-.
-Y ustedes, la Iglesia, ya lo sabían. A mi no me lo nieguen. La culpa de todo la tienen los masones, los ilustrados.Ésos lo empezaron todo cuando le cortaron la cabeza al Luis XVI. ¡Un rey, un descendiente de los elegidos de Dios!Ésa fue la primera puñalada, señor mío. Y después... el siglo XIX. Con Marx, Bakunin. Esa gentuza, ya sabe. Y Dios estaba ya muy mal, señor mío. Pero que muy mal. Pero siguieron y siguieron. En Rusia... ¡ay en Rusia, que se cargaron al Zar! ¡Qué aunque ortodoxo muy cristiano que era! ¿Y Alemania? ¡Cambiar al Káiser por un nazi ateo! ¿Y en la Francia? ¡Separar el Estado de la Iglesia! ¡Sacrilegio, señor mío, sacrilegio...!
-¡Loco, borracho, estúpido! -le gritó una mujer-.
-¡Blasfemo! ¡Qué poca vergüenza venir a la casa del Santo Padre a decir que el Todopoderoso está muerto! ¡Ojaláy te quemes en el infierno! -le gritaba otra-.
-...Y tras la I Guerra Mundial la URSS. Y ya en España ni le cuento -continuó-. ¿Usted sabe todo lo que hicieron los rojos? ¡Echar a Don Alfonso, convertir a España en una ateísmo de trabajadores! ¡Quemar iglesias! ¡Y santos! ¡Y matar curas! Eso sí que debió dolerle al Altísimo, señor mío. Y ya... cuando Franco había arreglado las cosas...¡van los americanos y le matan al pobre! ¡van los americanos y nos dejan huérfanos! ¡van los americanos y atraviesan el corazón del Altísimo con el cohete! Y ya si quemurió Dios, porque la tecnología, el ateísmo, el republicanismo, todo lo ha matado.
Y Armando llora. Los allí presentes se santiguan, por las locuras que dice el hombre.
-¡Padre!, ¿es qué no va a decirle nada al loco éste? -le espeta un espectador-.
-Hijo mío, está usted loco. Pero de remate. Y ustedes váyanse, que escuchar a este blasfemo es pecado.
Los allí presentes se dispersan. Y Armando le dice:
-A mí me da igual lo que usted me diga, yo le voy a dar un entierro digno. ¡No vamos a dejar que Dios no tenga un entierro cristiano...!
-¿De veras, padre Marcelino?
-Como se lo cuento, señor Obispo. Estaba como una cabra. Yo no le he hecho mucho caso, pero estaba armando un escándalo. ¡Qué iluso! ¿De dónde habrá sacado todo eso?
-Pues no lo sé. Pero si ha descubierto que Dios está muerto, es que la Iglesia no es tan efectiva como creíamos.
El padre Marcelino se sobresalta.
-¡Pero qué dice usted, señor Obispo!
El obispo sonríe y se levanta.
-Que sí, hombre que sí. Que tiene usted razón, que ese hombre estaba chalado.
-¡Hombre, me había asustado, señor Obispo!
El padre Marcelino sale del despacho y deja al obispo sólo, hablando para sí.
-¡Anda que creer que a Dios lo han matado los americanos! ¡Cuando la Iglesia se las ha ingeniado para que nadie sepa que se murió hace 2000 años! Estos locos de hoy en día... cualquier día nos joden el invento.
El Hispánico
[Inspirado en un fragmento de una obra Nietzsche]
jueves, 15 de marzo de 2007
MITO VI
EL PAÍS DE LOS CIEGOS
Vivía el Pueblo Vaxdinés en las entrañas de la gran montaña Irdión, gobernados, desde hacía milenios, por un inmortal Zar. Eran los ciudadanos del Reino (o Zarinato) de Vaxdín todos ciegos de nacimiento, excepto su citado monarca, que era tuerto.
Gracias al zar Clodeus, los vaxdineses habían podido librarse de las masacres de los dragones, las fieras nocturnas o los mezquinos humanos: debido a su ceguera, durante siglos, había sido aniquilados facilmente.
Llegué un cálido día de verano que, por motivos que no vienen al caso, caí en una de sus profundas grutas cuando atravesaba la Irdión. Era yo un joven de unos 20 años, mercader de profesión. Me recogió uno de esos hombrecillos, negro por la suicidad de las grutas y con ojos siempre cerrados. Todos me hablaron maravillas del Zar. Era él quien, personalmente, les conducía hacia lugares más seguros cuando algún dragón entraba en la montaña a comérselos. Era él quien les daba las instrucciones cuando algún ejército humana se perdía entrelos pasadizos para que los vaxdineses les robasen comida y enseres. Vivían, pues, felices los vaxdineses con su Zar, sabiendo que sin él no estarían vivos y felices.
Clodeo I de Vaxdín era un enanito como los demás, quizás algo más alto y fornido, como es propio de aquellas Casas que tienen por destino ser Reales, y por tanto se alimentan y crían mejor. Su único ojo, el derecho, denotaba inteligencia y sabiduría. Pese a sus 4.798 años de vida, Clodeo era aún joven, los vaxdineses podían vivir hasta 10.000 años.
Celebrose una cena en mi honor y en el del Zar. Comimos, bebimos y cantamos. Y entonces, sucedió. Me levanté con copa en alza y brindé por el monarca.
-Por Su Majestad el Zar.
Aplausos, vítores, vivas al Zar oí.
-Que su brillante e inteligente ojo, el único ojo de Vaxdín, siga iluminándoos por siempre-añadí-.
Esta vez no hubo aplausos, ni vítores, ni nada.
-¿El Zar no es ciego como nosotros?-se oyó-.
-¡No es como nosotros!, ¡impostor! -gritó otro-.
Mientras Clodeo me miraba apenado, comprendí que los vaxdineses no sabían que su rey era tuerto.
No entendí en ese momento y no lo entiendo aún ahora lo que sucedió a continuación. Clodeo fue apresado, como si de un ladrón callejero se tratase. Fue llevado a las mazmorras y yo con él. Me explicó que el Pueblo Vaxdinés, aunque le fuese mal en decirlo, era envidioso y corruptible. Me relató que eran todos ciegos por una maldición de los dioses. Cuando el nació, ni si quiera su madre se dio cuenta de que no era ciego, sino tuerto. Me relató que los dioses le recomendaron no contarlo, pues los vaxdineses no lo entenderían.
Molesto, escuchaba lo que me decía el Zar. Me siguió relatando las bajezas de su pueblo. No me parecía bien que el gobernante de los vaxdineses despotricase así de ellos. Aún así, me decidí a defenderle.
A la mañana siguiente nos llevaron ante el Gobierno Provisional, proclamado la misma tarde del día anterior. Les expliqué que gracias a que Clodeo era tuerto, ellos eran un pueblo fructífero y feliz. Les relaté que ese ojo era de todos, que ese ojo era para el bien de todos. Les recordé lo felices que estaban de su Zar.
-¡Eso era antes de que supiésemos que él era mejor que nosotros!
¿Cómo podían ser tan estúpidos? Clodeo tenía razón: era un pueblo mezquino y envidioso, me daban arcadas sólo de oírles. Simplemente odiaban a Clodeo por ser mejores que ellos, aunque ello les fuese positivo.
El juicio no duró mucho, a Clodeo se le arrancó el ojo y despues fue asesinado por un multitud a golpes. El ojo lo devoraron, ante mi repugnancia, los más altos dignatarios del Gobierno Provional, mientras la plebe arrancaba los órganos del zar muerto y los llevaban a sus casas para cocinarlos. A mi me soltaron y huí despavorido de aquel lugar. No volví a aquella montaña hasta mucho tiempo despues, cuando ya tenía un nieto. Un lugareño me confirmó mis sospechas: todos los vaxdineses habían muerto, presas de las fieras, por su ceguera. Hoy, a mis 80 años, comprendo que no murieron debido a su ceguera física, sino a la mental. Era envidiosos y malvados, como especie, estaban condenados a morir por no aceptar una ley de la naturaleza: que los aventajados lo son por algo.
No aceptaron un Rey Tuerto para un País de Ciegos.
El Hispánico
Vivía el Pueblo Vaxdinés en las entrañas de la gran montaña Irdión, gobernados, desde hacía milenios, por un inmortal Zar. Eran los ciudadanos del Reino (o Zarinato) de Vaxdín todos ciegos de nacimiento, excepto su citado monarca, que era tuerto.
Gracias al zar Clodeus, los vaxdineses habían podido librarse de las masacres de los dragones, las fieras nocturnas o los mezquinos humanos: debido a su ceguera, durante siglos, había sido aniquilados facilmente.
Llegué un cálido día de verano que, por motivos que no vienen al caso, caí en una de sus profundas grutas cuando atravesaba la Irdión. Era yo un joven de unos 20 años, mercader de profesión. Me recogió uno de esos hombrecillos, negro por la suicidad de las grutas y con ojos siempre cerrados. Todos me hablaron maravillas del Zar. Era él quien, personalmente, les conducía hacia lugares más seguros cuando algún dragón entraba en la montaña a comérselos. Era él quien les daba las instrucciones cuando algún ejército humana se perdía entrelos pasadizos para que los vaxdineses les robasen comida y enseres. Vivían, pues, felices los vaxdineses con su Zar, sabiendo que sin él no estarían vivos y felices.
Clodeo I de Vaxdín era un enanito como los demás, quizás algo más alto y fornido, como es propio de aquellas Casas que tienen por destino ser Reales, y por tanto se alimentan y crían mejor. Su único ojo, el derecho, denotaba inteligencia y sabiduría. Pese a sus 4.798 años de vida, Clodeo era aún joven, los vaxdineses podían vivir hasta 10.000 años.
Celebrose una cena en mi honor y en el del Zar. Comimos, bebimos y cantamos. Y entonces, sucedió. Me levanté con copa en alza y brindé por el monarca.
-Por Su Majestad el Zar.
Aplausos, vítores, vivas al Zar oí.
-Que su brillante e inteligente ojo, el único ojo de Vaxdín, siga iluminándoos por siempre-añadí-.
Esta vez no hubo aplausos, ni vítores, ni nada.
-¿El Zar no es ciego como nosotros?-se oyó-.
-¡No es como nosotros!, ¡impostor! -gritó otro-.
Mientras Clodeo me miraba apenado, comprendí que los vaxdineses no sabían que su rey era tuerto.
No entendí en ese momento y no lo entiendo aún ahora lo que sucedió a continuación. Clodeo fue apresado, como si de un ladrón callejero se tratase. Fue llevado a las mazmorras y yo con él. Me explicó que el Pueblo Vaxdinés, aunque le fuese mal en decirlo, era envidioso y corruptible. Me relató que eran todos ciegos por una maldición de los dioses. Cuando el nació, ni si quiera su madre se dio cuenta de que no era ciego, sino tuerto. Me relató que los dioses le recomendaron no contarlo, pues los vaxdineses no lo entenderían.
Molesto, escuchaba lo que me decía el Zar. Me siguió relatando las bajezas de su pueblo. No me parecía bien que el gobernante de los vaxdineses despotricase así de ellos. Aún así, me decidí a defenderle.
A la mañana siguiente nos llevaron ante el Gobierno Provisional, proclamado la misma tarde del día anterior. Les expliqué que gracias a que Clodeo era tuerto, ellos eran un pueblo fructífero y feliz. Les relaté que ese ojo era de todos, que ese ojo era para el bien de todos. Les recordé lo felices que estaban de su Zar.
-¡Eso era antes de que supiésemos que él era mejor que nosotros!
¿Cómo podían ser tan estúpidos? Clodeo tenía razón: era un pueblo mezquino y envidioso, me daban arcadas sólo de oírles. Simplemente odiaban a Clodeo por ser mejores que ellos, aunque ello les fuese positivo.
El juicio no duró mucho, a Clodeo se le arrancó el ojo y despues fue asesinado por un multitud a golpes. El ojo lo devoraron, ante mi repugnancia, los más altos dignatarios del Gobierno Provional, mientras la plebe arrancaba los órganos del zar muerto y los llevaban a sus casas para cocinarlos. A mi me soltaron y huí despavorido de aquel lugar. No volví a aquella montaña hasta mucho tiempo despues, cuando ya tenía un nieto. Un lugareño me confirmó mis sospechas: todos los vaxdineses habían muerto, presas de las fieras, por su ceguera. Hoy, a mis 80 años, comprendo que no murieron debido a su ceguera física, sino a la mental. Era envidiosos y malvados, como especie, estaban condenados a morir por no aceptar una ley de la naturaleza: que los aventajados lo son por algo.
No aceptaron un Rey Tuerto para un País de Ciegos.
El Hispánico
jueves, 1 de marzo de 2007
MITO V
LAS TRES PRIMERAS UTOPÍAS
Mucho antes de crear las aves y los peces, las aguas y las montañas, la luz del día y el hombre y la mujer, e incluso antes de crear el propio mundo, ideó Dios, el primer soviético, el primer revolucionario, el primero de todo,tres utopías que serían la Creación.
La primera utopía estaba clara: todo menos Dios eracorruptible, degradable, asquerosamente pedecedero. Por ello, Él debía crear un Universo perfecto, infinito, absoluto. ¿Y qué hay másabsoluto y perfecto que el Orden de la Nada? Y así fue que Dios hizo un Universo blanco impoluto, sin planetas, sin estrellas, sin nebulosas. Era un inmenso océano de claridad, de perfección. Y Dios quedó satisfecho.
Pasó un tiempo inmediable para un simple mortal y Dios miró su obra. Y entonces dijo: "esto no es Creación". Y era cierto, la nebulosa blanca no era Creación, era la no-Creación. Era estúpidamente vacía. ¿Qué de genuino tenía una blancura infinita? ¿Qué magnificencia aportaba algo frío, desierto, yermo? No, no era esa su utopía.
La segunda utopía se la planteó Dios de esta manera: "He de partir de que algo perfecto es algo incorruptible, que no se degrada y, además, debe ser orgánico, debe estar vivo. Pero no debe sentir, puesto que sino se acabará degradando". Así Dios comprendió que la solución era crear sobre su infinidad blanca, su Orden Blanco, una nube enorme, blanca también, perfecta e infinitamente bella. Y llamó a su ángeles y la pobló de ángeles y les nombró a todos iguales (pues Dios estimaba que todos debían de ser iguales, que la jerarquía les corrompería). Y así Dios quedó tranquilo, pues había conseguido un Universo perfecta: el Universo Blanco aportaba Orden, los ángeles vida y ambos, perfección.
Pero Dios se dio cuenta, un día, abservándoles, que los ángeles eran estúpidos. Estaban vivos, no pecaban, eran perfectos, pero se acababan perdiendo en la inmensidad blanca, atontados por la blanca luz celestial que irradiaba aquel Universo. Y desaparecían. Y Dios se percató que tampoco estaban vivos, puesto que no morían; cuando la inmensidad blanca se los tragaba no morían, desaparecían. Y entonces no eran perfectos. Y Dios, harto, destruyó el Universo Blanco y a los ángeles estúpidos, fríos como la piedra, tontos de remate.
Hastiado por los fracasos, Dios no se había rendido. Se replanteó los problemas de sus dos anteriores utopías y, entonces, llegó a la conclusión de que debía poblar su universo de seres inteligentes, de seres que viviesen, que muriesen que, además, sintiesen y padeciesen, para que así no se perdieran en la infinidad blanca. Y así Dios creó un Universo oscuro, negro, terrorífico, para que los nuevos pobladores no pereciesen por idolatrarlo. Y entonces Dios se planteó con qué criatura debía poblar el Universo. Y entonces comprendió que debían ser los humanos. "Pero los humanos mueren". "Y se corrompen". "Y unos se vuelven contra otros". Pero entonces Dios imaginó al ser humano en la más tierna infancia y comprendió que, un niño pequeño era perfecto. No tenía maldad. No se creería por encima de los otros. Tendría una tierna inteligencia, pero la tendría. Sentiríay padecería. El único problema era que, al hacerse mayores, irremediablemente serían imperfectos: mezquinos, malvados y, de viejos, acabarían muriendo. Y entonces decidió congelarles en el tiempo, y que fuesen bebés para siempre. Y los mandó a una nueva Tierra, una Tierra plana y simple, pues no necesitaban de más. Y Dios vió que era un mundo perfecto que había conseguido la más perfecta Creación. El mundo, lleno de estas infantiles y graciosas criaturas, era maravilloso.
Y Dios, tras un tiempo, contempló su obra. Y, estupefacto, horrorizado, comprobó que su Paraíso de preciosas e inocentes criaturas era un basto desierto de cadáveres de niños. Y entonces Dios supo que los bebés no eran perfectos pues, si bien si acumulaban todas las cualidades que Dios había decidido que debía tener su Creación para ser perfecta, éstos fallecían. Porque necesitaban a los imperfectos adultos, a esos mezquinos seres, para cuidarles. Porque en un principio todo fueron risas y juegos, y el mundo fue maravilloso. Pero con el paso de las horas los bebés necesitaron alimentos, y no había nadie para dárselos. Y sus cualidades no estaban desarrolladas, y murieron de frío, de hambre, de miedo.
Y Dios se rindió. E hizo una Tierra redondamente imperfecta, con peligrosos océanos y montañas donde las criaturas podían encontrar la muerte. Y pobló la Tierra de la luz del día y la noche, y de los animales feroces y de los animales benévolos. Y la pobló de seres humanos adultos, mezquinos, corruptibles y, por ello, perfectos. Y Dios vio su obra, vio su sopa caótica y uniforme de un Universo con planetas dispersos y seres malvados, pero también buenos. Y permitió que los hombres se rigiese por sus propias leyes, por sus propios gobernantes. Y hubo Reyes y Presidentes y Señores. Y dijo: "Ésta es la verdadera Creación, la verdadera perfección. Quede demostrado que todas las utopías están condenadas al fracaso, porque la perfección no existe si no en las imperfeccionadas criaturas que pueblan el mundo".
El Hispánico
Mucho antes de crear las aves y los peces, las aguas y las montañas, la luz del día y el hombre y la mujer, e incluso antes de crear el propio mundo, ideó Dios, el primer soviético, el primer revolucionario, el primero de todo,tres utopías que serían la Creación.
La primera utopía estaba clara: todo menos Dios eracorruptible, degradable, asquerosamente pedecedero. Por ello, Él debía crear un Universo perfecto, infinito, absoluto. ¿Y qué hay másabsoluto y perfecto que el Orden de la Nada? Y así fue que Dios hizo un Universo blanco impoluto, sin planetas, sin estrellas, sin nebulosas. Era un inmenso océano de claridad, de perfección. Y Dios quedó satisfecho.
Pasó un tiempo inmediable para un simple mortal y Dios miró su obra. Y entonces dijo: "esto no es Creación". Y era cierto, la nebulosa blanca no era Creación, era la no-Creación. Era estúpidamente vacía. ¿Qué de genuino tenía una blancura infinita? ¿Qué magnificencia aportaba algo frío, desierto, yermo? No, no era esa su utopía.
La segunda utopía se la planteó Dios de esta manera: "He de partir de que algo perfecto es algo incorruptible, que no se degrada y, además, debe ser orgánico, debe estar vivo. Pero no debe sentir, puesto que sino se acabará degradando". Así Dios comprendió que la solución era crear sobre su infinidad blanca, su Orden Blanco, una nube enorme, blanca también, perfecta e infinitamente bella. Y llamó a su ángeles y la pobló de ángeles y les nombró a todos iguales (pues Dios estimaba que todos debían de ser iguales, que la jerarquía les corrompería). Y así Dios quedó tranquilo, pues había conseguido un Universo perfecta: el Universo Blanco aportaba Orden, los ángeles vida y ambos, perfección.
Pero Dios se dio cuenta, un día, abservándoles, que los ángeles eran estúpidos. Estaban vivos, no pecaban, eran perfectos, pero se acababan perdiendo en la inmensidad blanca, atontados por la blanca luz celestial que irradiaba aquel Universo. Y desaparecían. Y Dios se percató que tampoco estaban vivos, puesto que no morían; cuando la inmensidad blanca se los tragaba no morían, desaparecían. Y entonces no eran perfectos. Y Dios, harto, destruyó el Universo Blanco y a los ángeles estúpidos, fríos como la piedra, tontos de remate.
Hastiado por los fracasos, Dios no se había rendido. Se replanteó los problemas de sus dos anteriores utopías y, entonces, llegó a la conclusión de que debía poblar su universo de seres inteligentes, de seres que viviesen, que muriesen que, además, sintiesen y padeciesen, para que así no se perdieran en la infinidad blanca. Y así Dios creó un Universo oscuro, negro, terrorífico, para que los nuevos pobladores no pereciesen por idolatrarlo. Y entonces Dios se planteó con qué criatura debía poblar el Universo. Y entonces comprendió que debían ser los humanos. "Pero los humanos mueren". "Y se corrompen". "Y unos se vuelven contra otros". Pero entonces Dios imaginó al ser humano en la más tierna infancia y comprendió que, un niño pequeño era perfecto. No tenía maldad. No se creería por encima de los otros. Tendría una tierna inteligencia, pero la tendría. Sentiríay padecería. El único problema era que, al hacerse mayores, irremediablemente serían imperfectos: mezquinos, malvados y, de viejos, acabarían muriendo. Y entonces decidió congelarles en el tiempo, y que fuesen bebés para siempre. Y los mandó a una nueva Tierra, una Tierra plana y simple, pues no necesitaban de más. Y Dios vió que era un mundo perfecto que había conseguido la más perfecta Creación. El mundo, lleno de estas infantiles y graciosas criaturas, era maravilloso.
Y Dios, tras un tiempo, contempló su obra. Y, estupefacto, horrorizado, comprobó que su Paraíso de preciosas e inocentes criaturas era un basto desierto de cadáveres de niños. Y entonces Dios supo que los bebés no eran perfectos pues, si bien si acumulaban todas las cualidades que Dios había decidido que debía tener su Creación para ser perfecta, éstos fallecían. Porque necesitaban a los imperfectos adultos, a esos mezquinos seres, para cuidarles. Porque en un principio todo fueron risas y juegos, y el mundo fue maravilloso. Pero con el paso de las horas los bebés necesitaron alimentos, y no había nadie para dárselos. Y sus cualidades no estaban desarrolladas, y murieron de frío, de hambre, de miedo.
Y Dios se rindió. E hizo una Tierra redondamente imperfecta, con peligrosos océanos y montañas donde las criaturas podían encontrar la muerte. Y pobló la Tierra de la luz del día y la noche, y de los animales feroces y de los animales benévolos. Y la pobló de seres humanos adultos, mezquinos, corruptibles y, por ello, perfectos. Y Dios vio su obra, vio su sopa caótica y uniforme de un Universo con planetas dispersos y seres malvados, pero también buenos. Y permitió que los hombres se rigiese por sus propias leyes, por sus propios gobernantes. Y hubo Reyes y Presidentes y Señores. Y dijo: "Ésta es la verdadera Creación, la verdadera perfección. Quede demostrado que todas las utopías están condenadas al fracaso, porque la perfección no existe si no en las imperfeccionadas criaturas que pueblan el mundo".
El Hispánico
martes, 27 de febrero de 2007
DIVAGACIONES I
LA POLILLA
El chico joven, desgarbado, con aire atontado, se sienta entre los asistentes. Sus cejas arqueadas, su sonrisa casi macabra, le hacen destacar, sólo un poco, del resto de microbióticos insectos que son los allí presentes.
El meeting empieza. Principios de los años 80. Los que allí escuchan al líder socialista, no piensan ni por asomo que aquella larva más, aquel insignificante y asqueroso gusano, se convertirá algún día en algo. Nadie cree que pueda evolucionar. Nadie cree que vaya a prosperar. Se le mira con desprecio, como a un "friky" -raro- más. Se arrebuja en su asiento feliz, embriagado por la felicidad lárvica que proporciona escuchar al líder polilla.
¿Quién se iba a pensar que llegaría a polilla, y más aún, a líder polilla? Pero llega. Ese gusano pestoso, mediocre, plasta, atontado, ignorante, llega a líder polilla. Se cría y alimenta en el más caduco y profundo fascismo comunísticamente de izquierdas, devora el cadaver (como tantos hijos del Martillo y la Oz) de su madre: la Gran Patria Obrera. La Madre Soviética, que pese a haber muerto hace ya 16 años, nos sigue atormentando con hordas de bufones "obreros", que son todos hijos suyos. Pero aquella larva no es como los demás mezquinos hijos de la Rusia de Stalin, ha aprendido bien la lección: bocado a bocado del putrefacto cadáver, traición a traición, se va tegiendo el poder, se va tegiendo el capullo que le convertiá en polilla.
Y así sucede, y evoluciona, y cambia y se transforma, y es una polilla progresista, una polilla imbecilmente republicana, y llega al líder polilla. Y la polilla de esta historia, otrora pestoso y plasta gusano, se convirte en la Polilla Presidente de la Nación. Y la destruye, y devora a todas las demás polillas socialistas. Porque a él no le importa nada. Él es una polilla-bacteria, y está aquí para destruir. El Estado es ahora Él, Él es el Estado. La Nación Española no existe, sólo hay una enorme polilla grisácea, fea, maligna, repugnante en medio de la Península Ibérica, justo en el espacio que ha quedado mientras devora al país rojigualda. Y se llama Zapatera.
El Hispánico
Dedicado al peor Presidente del Gobierno Español de la historia de España, José Luis Rodríguez Zapatero, que nació idiota y, estoy seguro, morirá más idiota aún. Eso sí, mi parte de la Nación, porque la Nación somos todos, no te la comes, ¡jódete, polilla, que mi parte es mía!
viernes, 23 de febrero de 2007
RELATO VI
RECUERDOS DE LA NIÑEZ
El hombre con abrigo negro, de unos 30 años, camina sólo por la calle. Se llama Richard. Es un día de Febrero frío y gris. Caen algunas pequeñas y minúsculas gotitas. Unos minutos después, todo huele a húmedo, a agua, a vida. Richard sonríe.
Richard abre los ojos, un día de Febrero, frío y gris. Tiene 5 o 6 años. Camina de la mano de su abuela, en su pueblo natal. Se dirigen a la casa de sus abuelos. Cuando llegan, unos niños amigos suyos le esperan para jugar. Richard es feliz. Juegan mientras caen algunas pequeñas y minúsculas gotitas. Minutos después, todo huele a húmedo, a agua, a vida. Richard, el Richard pequeño de la memoria del Richard adulto, es feliz. Todo eso es su infancia, su más tierna infancia. Ese recuerdo de la niñez, siempre le embriaga de una tonta felicidad. Siente que cuando era niño, era como un feto, como un mimado feto que se arropa en el cálido útero materno: protegido y alimentado.
¡Plaff! Richard mira hacia abajo, se ha manchado sus zapatos italianos de imitación. Ello le hace despertar en el mundo real. Ya ha llegado a la casa. Es una casa grande, que denota el alto nivel adquisitivo de sus ocupantes. Le abre la puerta la esposa. Es morena, delgada. Muy guapa. Le invita entrar al salón. Un niño de unos 5 o 6 años juega con un avión. A Richard le recuerda a sí mismo a su edad. Llega un hombre moreno, de unos 40.
-¿Qué tal todo, Richard?
Richard no contesta. Sí le devuelve una sonrisa, pero no contesta. Tarda unos segundos más.
-No has pagado al Jefe, Carlos.
No da tiempo a más. Richard saca su revolver y le dispara a la cabeza. Mientras el cadáver cae al suelo, algunos pedazos del cráneo y los sesos se esparraman por los sillones. El niño sale corriendo, pero Richard le dispara por la espalda. Cruza el salón y pasa por encima del cadáver del pequeño. Por la escalera baja la esposa. Richard le dispara en el pecho. Cae muerta. Mientras saca un mechero y, habitación por habitación, desde la planta de arriba hasta el salón, va prendiendo fuego a cortinas, alfombras y cojines, Richard silba una canción de cuando era pequeño. Baja las escaleras y, tras prender la planta baja, abandona la casa ya completamente en llamas. La fina llovizna cae a morir desintegrada en las llamas. Desintegradas como aquella familia. Richard vuelve a rememorar su infancia.
Mientras Richard abandona la solitaria calle oyendo ya las sirenas a lo lejos, habla en alto consigo mismo.
-Pobre crío... -piensa-. Quizás... No. Sino, el que hubiese acabado muerto hubiese sido yo. El trabajo esel trabajo... Sólo cumplo órdenes. "Los quiero muertos a los tres". Eso es lo que me han dicho. Además, quién sabe, quizá ese niño, de adulto, me hubiese matado a mí.
Richard se para un momento, pensativo.
-"Incluso el niño más dulce, puede llegar a convertirse en un monstruo" -dice para sí-. ¿Dónde he oído eso yo antes?
Vuelve a caminar.
-Quizá conozca la frase porque mi vida es eso: soy un simple crío convertido en un horrible monstruo.
Vuelve a pararse para encender un cigarrillo. Exala el humo.
-Sí, un monstruo, pero qué le vamos a hacer.
Una macabra carcajada rompe el silencio de la tarde.
El Hispánico
El hombre con abrigo negro, de unos 30 años, camina sólo por la calle. Se llama Richard. Es un día de Febrero frío y gris. Caen algunas pequeñas y minúsculas gotitas. Unos minutos después, todo huele a húmedo, a agua, a vida. Richard sonríe.
Richard abre los ojos, un día de Febrero, frío y gris. Tiene 5 o 6 años. Camina de la mano de su abuela, en su pueblo natal. Se dirigen a la casa de sus abuelos. Cuando llegan, unos niños amigos suyos le esperan para jugar. Richard es feliz. Juegan mientras caen algunas pequeñas y minúsculas gotitas. Minutos después, todo huele a húmedo, a agua, a vida. Richard, el Richard pequeño de la memoria del Richard adulto, es feliz. Todo eso es su infancia, su más tierna infancia. Ese recuerdo de la niñez, siempre le embriaga de una tonta felicidad. Siente que cuando era niño, era como un feto, como un mimado feto que se arropa en el cálido útero materno: protegido y alimentado.
¡Plaff! Richard mira hacia abajo, se ha manchado sus zapatos italianos de imitación. Ello le hace despertar en el mundo real. Ya ha llegado a la casa. Es una casa grande, que denota el alto nivel adquisitivo de sus ocupantes. Le abre la puerta la esposa. Es morena, delgada. Muy guapa. Le invita entrar al salón. Un niño de unos 5 o 6 años juega con un avión. A Richard le recuerda a sí mismo a su edad. Llega un hombre moreno, de unos 40.
-¿Qué tal todo, Richard?
Richard no contesta. Sí le devuelve una sonrisa, pero no contesta. Tarda unos segundos más.
-No has pagado al Jefe, Carlos.
No da tiempo a más. Richard saca su revolver y le dispara a la cabeza. Mientras el cadáver cae al suelo, algunos pedazos del cráneo y los sesos se esparraman por los sillones. El niño sale corriendo, pero Richard le dispara por la espalda. Cruza el salón y pasa por encima del cadáver del pequeño. Por la escalera baja la esposa. Richard le dispara en el pecho. Cae muerta. Mientras saca un mechero y, habitación por habitación, desde la planta de arriba hasta el salón, va prendiendo fuego a cortinas, alfombras y cojines, Richard silba una canción de cuando era pequeño. Baja las escaleras y, tras prender la planta baja, abandona la casa ya completamente en llamas. La fina llovizna cae a morir desintegrada en las llamas. Desintegradas como aquella familia. Richard vuelve a rememorar su infancia.
Mientras Richard abandona la solitaria calle oyendo ya las sirenas a lo lejos, habla en alto consigo mismo.
-Pobre crío... -piensa-. Quizás... No. Sino, el que hubiese acabado muerto hubiese sido yo. El trabajo esel trabajo... Sólo cumplo órdenes. "Los quiero muertos a los tres". Eso es lo que me han dicho. Además, quién sabe, quizá ese niño, de adulto, me hubiese matado a mí.
Richard se para un momento, pensativo.
-"Incluso el niño más dulce, puede llegar a convertirse en un monstruo" -dice para sí-. ¿Dónde he oído eso yo antes?
Vuelve a caminar.
-Quizá conozca la frase porque mi vida es eso: soy un simple crío convertido en un horrible monstruo.
Vuelve a pararse para encender un cigarrillo. Exala el humo.
-Sí, un monstruo, pero qué le vamos a hacer.
Una macabra carcajada rompe el silencio de la tarde.
El Hispánico
viernes, 16 de febrero de 2007
RELATO V
LA CONJURA
Berenidu juguetea con unas llaves mientras, sentado en una vieja butaca, espera a que aparezcan los demás. De entre las paredes, de entre las sombras, de entre el más fino polvo, surge una docena de seres cuasi humanos. Berenidu se dirige a ellos.
-Bienvenidos.
Algunos de los presentes parecen intranquilos, preocupados. Otros, expectantes y otros, ansiosos.
-He dado con la forma de conseguirlo -afirma Berenidu-.
Los aparecidos se miran unos a otros.
-¿Estás seguro? ¿Hay una forma? -pregunta uno de los más escépticos-.
Berenidu asiente.
-Mientes, Berenidu, no hay ninguna fórmula para ello -le espeta otro-.
Berenidu le mira con desprecio.
-A mí, Tarcath, no me acusas tú de mentir.
-Pero Berenidu, lo que dices es imposible, ¡y lo sabes! ¡Vamos, camaradas, sabéis que es imposible que nos convirtamos en humanos, sin Él! -exclama Tarcath-.
Los demás asienten en silencio, dando la razón a Tarcath.
-Sé como engañarle-afirma Berenidu-.
El silencio se apodera de la sala. Nadie habla. Finalmente Tarcath da un paso al frente y se enfrenta con Berenidu.
-¡Blasfemo! ¡Mentiroso! ¡Nadie puede engañarle! ¡Cómo vas a pretender engañar a Dios!
Berenidu se lanza histérico contra Tarcath, mientras unas espléndidas alas negras le surgen de la espalda. Ambos caen al suelo, mientras Berenidu cierra la boca de Tarcath con su poderosa mano.
-Jamás... jamás... vuelvas a repetir su nombre... Si nos oye, nos encontrará y nos destruirá, estúpido -le susurra-.
-Berenidu el Soñador tiene razón.
La voz surca la sala, y las criaturas, que no son otra cosa que ángeles conjurados en contra de Dios, dirigen su mirada hacia un rincón de la sala. En la penumbra, hay un ángel más.
-Cuando fui llamado por Él al terminar mi prueba en la Tierra, mi maestro Marcos, conocido entre nosotros como el arcángel Ergóg me dijo lo siguiente: "Un día, un hombre preguntó a Dios: "¿por qué no llenaste el mundo de ángeles perfectos en vez de humanos pecadores"? Y estoy seguro que Dios le respondió que, precisamente, la virtud del ser humano es el pecado, puesto que ello les hace sentir, vivir, morir. Con el pecado alcanzan la redención y con la redención la pureza, la auténtica pureza."
Los ángeles quedaron de nuevo en silencio. Volvió a hablar Tarcath.
-¿Y qué se supone que significa eso, Paulus?
Paulus (otrora llamado Pablo) sonríe. Berenidu, el líder, finalmente es quien habla.
-Los humanos lo son porque pecan. No hay ni uno sólo de ellos, que no cometa un pecado. Desde su más tierna infancia lo hacen. Paulus me abrió los ojos, camaradas, debemos pecar porque...
Esta vez, le interrumpo otro ángel.
-¿Esa es vuestra brillante idea, Berenidu? ¿Pecar? ¿Nos arriesgamos viniendo aquí para esto?
-¿¡Es que no has escuchado a Paulus, Aesti!? "Con el pecado alcanzan la redención, con la redención la auténtica pureza". Paulus ha descubierto la mejor forma de librarnos de nuestra maldición. No podemos sentir, ni vivir, ni morir. No podemos reír ni cantar. Ni enamorarnos. Ni siquiera de odiar. A mí, además, Él me concedió un don que me corroe, me mata. Es el de soñar. No sabeís lo duro que es soñar. Sueño con lugares magníficos, sueño con personas, con sabores, con dolores, con sentimientos. Soñar es lo que vivimos en la Tierra cuando Él nos probaba. ¡Y miradme!
Berenidu desplega, de nuevo, sus alas negras.
-Me estoy pudriendo, porque esos sueños, que vosotros sólo vivisteis una vez, los vivo yo todo el tiempo. Vosotros nunca dormís, yo lo hago a menudo. Y es horrible despertar y ver que no soy nada. Él hizo al humano a su imagen y semejanza, una copia perfecta, un semidiós en la Tierra. ¿Y qué somos nosotros? ¡Copias! ¡Simples clones! ¡Robots sin sentimientos!
Berenidu se desploma en la vieja butaca y sus alas negras cuelgan a los lados.
-La solución está en pecar -retoma Paulus-. Pero no sirve cualquier cosa, puesto que si fuese un pecado menor o poco importante, simplemente Él nos destruiría. Lo que tenemos que hacer es algo que le vuelva furioso, colérico, que le transforme en un monstruo. Nuestra destrucción será entonces, para Él, demasiado poca cosa y nos catigará a algo horrible. ¿Y qué ocurre con un castigo?
-Que finaliza en una redención...-susurra Tarcath, con los ojos desorbitados-.
-¡Y la redención nos hará humanos! -grita otro ángel-.
Berenidu se levanta.
-Camaradas, éste es el plan.
La Ciudad del Vaticano descansa en la fresca prenumbra de la noche primaveral. El obispo Giuseppe Caggli pasea con dos monaguillos por los pasillos tenebrosos. De pronto se le cruza una sombra. Ante él, un ángel negro, de cabellos negros y mirada profundamente negra le impide el paso. Mientras su garra derecha se clava en su corazón, le susurra al oído.
-Dile que vas de parte de Berenidu.
Los otros dos monaguillos corren la misma suerte. En unos minutos,más de una docena ángeles y arcángeles surcan los cielos del Vaticano. Las personas allí presentes mueren bajos sus ataques. Algunos son arrojados desde los tejados, otros, devorados por los seres enloquezidos con el fín de hacer enfurecer más aún a Dios. Los cadáveres van siendo amontonados en una pila en la Plaza de San Pedro. Los viandantes también son capturados y asesinados.
Mientras, Berenidu, acompañado de Paulus y Tarcath, inspección el palacio. A su paso, caen muertos obispos, criados y cualquier otra persona que se encuentre allí. Buscan al Papa. Van a asesinarle. Y le encuentran. Éste parece no star sorprendido.
-Ayer tuve un sueño -les aclara-.
Paulus, arrogante, le espeta que es su final. Berenidu ríe macabramente.
-¡El representante de Él en la Tierra va a morir devorado por tres criados, tres esclavos, tres súbditos de Dios!
Y le devoran, el arcángel Berenidu y los ángeles Paulus y Tarcath devoran al Santo Padre. Y cae El Vaticano, Roma y parte de Italia. Todas las gentes son asesinadas. Y los doce ángeles, liderados por el arcángel Berenidu se alzan ante Dios arrogantes, y construyen con sus manos la nueva Torre de Babel, una torre de cadáveres, cadáveres de pecaminosos humanos construida por impolutos ángeles cadavéricos. Y los doce ángeles coronan a Berenidu como nuevo Dios. Y los humanos supervivientes son sus esclavos, sus ángeles.
Y Berenidu lo envuelve todo en las sombras, deshace la luz. Hace retirar las aguas y asesina a los animales, las aves y los peces. En definitiva, deshace la creación. Y al séptimo día no descansa, sino que, en lo más alto de la cúpula del Vaticano, aclama a Dios, con sus dos grandes alas negras. Y Dios le oye, y no puede por más esperar. Y, viendo el Demonio que estos ángeles se han sublevado ante Dios, que han tomado y destruido a la Iglesia Católica, aprovecha y manda a su ejército. Y Dios decide esperar 30 días más.
Cae la lluvia mientras Paulus, posado sobre las ruinas de un gran edificio, siente que Berenidu le llama. Se lanza al vuelo y llega en unos minutos. Una tormenta se empieza a formar en el Cielo: Él está furioso. Y de las negras nubes, negras como las maldades de los ángeles conjurados que desean ser mortales, aparece un halo de luz inmenso, poderoso gigante. Los ejércitos del Diablo se preparan. De pronto alguien grita algo, el ángel Aetis, desgarrando su voz, muerto de miedo, grita.
-¡Es Miguel! ¡El arcángel Miguel!
Paulus lo ve con sus propios ojos. A la cabeza del millar de ángeles que cruzan el Cielo dispuestos a luchar, se encuentra Miguel, el Comandante de los Ejércitos de Dios. Vestido de romano, con lanza en mano, con casco griego y con el poderío del más grande e inmortal de los guerreros, mira furioso a los traidores. La batalla no dura mucho, la Serpiente es desterrada, de nuevo, a su madriguera del subsuelo. Los conjurados son capturados y llevados al Reino de los Cielos.
Y allí despierta Paulus, con grilletes en las manos. Y no puede moverse. Berenidu, a su lado, le sonríe. Esta peor que nunca. Sus alas negras están practicamente despellejadas. De su boca cuelga sangre y su mirada denota enfermedad.
-Lo hemos conseguido -le balbucea-.
Y son llevados ante Dios. Y Dios les juzga.
-Vivid en la Tierra, vivid entre los humanos, y morid mientras vivís, pues así lo habéis querido defraudándome. No os voy a destruir, no os voy a mantener como ángeles.
Y los doce ángeles y el arcángel se alegran. Y se sienten dichosos. Y San Miguel les corta las alas con su espada divina y caen a la Tierra desde los Cielos.
-¿Y si morimos en la caída? -pregunta uno de los ángeles-.
-¡No importa! ¡Al menos ya no seremos ángeles! ¡Sentiremos el dolor y al morir subiremos al Cielo, al verdadera Cielo, al paraíso!
Y los ángeles, con la sonrisa en la boca, caen desde el Cielo. Y unos caen sobre tejados y rompen sus tejas y se parten la crisma. Y otros se estampan contra el duro asfalto. Y otros caen al mar y se ahogan. Y mueren, felices mueren... o eso creen. Berenidu despierta en una playa, Paulus en el centro de una ciudad. No están muertos. Ni ninguno de los otros. No mueren. Y se proponen a vivir felices sus nuevas vidas mortales, pero no pueden. No son humanos. No sienten. No son felices, no son desdichados. No son nada. Intentan hacer daño a los humanos para enfurecer a Dios, pero no pueden. Son fantasmas. E inentan volver a los cielos, y no pueden, porque no tienen alas. Los humanos normalmente no podemos verlos, pero en las noches de luna llena, una sombra parece cruzarse y ves un ángel vestido de negro, oculto, confundido atrapado. Vagan en este mundo, que es su condena. Ellos son los ángeles caídos, los que se alzaron contra Dios para engañarle, y fueron ellos los engañados.
El Hispánico
Berenidu juguetea con unas llaves mientras, sentado en una vieja butaca, espera a que aparezcan los demás. De entre las paredes, de entre las sombras, de entre el más fino polvo, surge una docena de seres cuasi humanos. Berenidu se dirige a ellos.
-Bienvenidos.
Algunos de los presentes parecen intranquilos, preocupados. Otros, expectantes y otros, ansiosos.
-He dado con la forma de conseguirlo -afirma Berenidu-.
Los aparecidos se miran unos a otros.
-¿Estás seguro? ¿Hay una forma? -pregunta uno de los más escépticos-.
Berenidu asiente.
-Mientes, Berenidu, no hay ninguna fórmula para ello -le espeta otro-.
Berenidu le mira con desprecio.
-A mí, Tarcath, no me acusas tú de mentir.
-Pero Berenidu, lo que dices es imposible, ¡y lo sabes! ¡Vamos, camaradas, sabéis que es imposible que nos convirtamos en humanos, sin Él! -exclama Tarcath-.
Los demás asienten en silencio, dando la razón a Tarcath.
-Sé como engañarle-afirma Berenidu-.
El silencio se apodera de la sala. Nadie habla. Finalmente Tarcath da un paso al frente y se enfrenta con Berenidu.
-¡Blasfemo! ¡Mentiroso! ¡Nadie puede engañarle! ¡Cómo vas a pretender engañar a Dios!
Berenidu se lanza histérico contra Tarcath, mientras unas espléndidas alas negras le surgen de la espalda. Ambos caen al suelo, mientras Berenidu cierra la boca de Tarcath con su poderosa mano.
-Jamás... jamás... vuelvas a repetir su nombre... Si nos oye, nos encontrará y nos destruirá, estúpido -le susurra-.
-Berenidu el Soñador tiene razón.
La voz surca la sala, y las criaturas, que no son otra cosa que ángeles conjurados en contra de Dios, dirigen su mirada hacia un rincón de la sala. En la penumbra, hay un ángel más.
-Cuando fui llamado por Él al terminar mi prueba en la Tierra, mi maestro Marcos, conocido entre nosotros como el arcángel Ergóg me dijo lo siguiente: "Un día, un hombre preguntó a Dios: "¿por qué no llenaste el mundo de ángeles perfectos en vez de humanos pecadores"? Y estoy seguro que Dios le respondió que, precisamente, la virtud del ser humano es el pecado, puesto que ello les hace sentir, vivir, morir. Con el pecado alcanzan la redención y con la redención la pureza, la auténtica pureza."
Los ángeles quedaron de nuevo en silencio. Volvió a hablar Tarcath.
-¿Y qué se supone que significa eso, Paulus?
Paulus (otrora llamado Pablo) sonríe. Berenidu, el líder, finalmente es quien habla.
-Los humanos lo son porque pecan. No hay ni uno sólo de ellos, que no cometa un pecado. Desde su más tierna infancia lo hacen. Paulus me abrió los ojos, camaradas, debemos pecar porque...
Esta vez, le interrumpo otro ángel.
-¿Esa es vuestra brillante idea, Berenidu? ¿Pecar? ¿Nos arriesgamos viniendo aquí para esto?
-¿¡Es que no has escuchado a Paulus, Aesti!? "Con el pecado alcanzan la redención, con la redención la auténtica pureza". Paulus ha descubierto la mejor forma de librarnos de nuestra maldición. No podemos sentir, ni vivir, ni morir. No podemos reír ni cantar. Ni enamorarnos. Ni siquiera de odiar. A mí, además, Él me concedió un don que me corroe, me mata. Es el de soñar. No sabeís lo duro que es soñar. Sueño con lugares magníficos, sueño con personas, con sabores, con dolores, con sentimientos. Soñar es lo que vivimos en la Tierra cuando Él nos probaba. ¡Y miradme!
Berenidu desplega, de nuevo, sus alas negras.
-Me estoy pudriendo, porque esos sueños, que vosotros sólo vivisteis una vez, los vivo yo todo el tiempo. Vosotros nunca dormís, yo lo hago a menudo. Y es horrible despertar y ver que no soy nada. Él hizo al humano a su imagen y semejanza, una copia perfecta, un semidiós en la Tierra. ¿Y qué somos nosotros? ¡Copias! ¡Simples clones! ¡Robots sin sentimientos!
Berenidu se desploma en la vieja butaca y sus alas negras cuelgan a los lados.
-La solución está en pecar -retoma Paulus-. Pero no sirve cualquier cosa, puesto que si fuese un pecado menor o poco importante, simplemente Él nos destruiría. Lo que tenemos que hacer es algo que le vuelva furioso, colérico, que le transforme en un monstruo. Nuestra destrucción será entonces, para Él, demasiado poca cosa y nos catigará a algo horrible. ¿Y qué ocurre con un castigo?
-Que finaliza en una redención...-susurra Tarcath, con los ojos desorbitados-.
-¡Y la redención nos hará humanos! -grita otro ángel-.
Berenidu se levanta.
-Camaradas, éste es el plan.
La Ciudad del Vaticano descansa en la fresca prenumbra de la noche primaveral. El obispo Giuseppe Caggli pasea con dos monaguillos por los pasillos tenebrosos. De pronto se le cruza una sombra. Ante él, un ángel negro, de cabellos negros y mirada profundamente negra le impide el paso. Mientras su garra derecha se clava en su corazón, le susurra al oído.
-Dile que vas de parte de Berenidu.
Los otros dos monaguillos corren la misma suerte. En unos minutos,más de una docena ángeles y arcángeles surcan los cielos del Vaticano. Las personas allí presentes mueren bajos sus ataques. Algunos son arrojados desde los tejados, otros, devorados por los seres enloquezidos con el fín de hacer enfurecer más aún a Dios. Los cadáveres van siendo amontonados en una pila en la Plaza de San Pedro. Los viandantes también son capturados y asesinados.
Mientras, Berenidu, acompañado de Paulus y Tarcath, inspección el palacio. A su paso, caen muertos obispos, criados y cualquier otra persona que se encuentre allí. Buscan al Papa. Van a asesinarle. Y le encuentran. Éste parece no star sorprendido.
-Ayer tuve un sueño -les aclara-.
Paulus, arrogante, le espeta que es su final. Berenidu ríe macabramente.
-¡El representante de Él en la Tierra va a morir devorado por tres criados, tres esclavos, tres súbditos de Dios!
Y le devoran, el arcángel Berenidu y los ángeles Paulus y Tarcath devoran al Santo Padre. Y cae El Vaticano, Roma y parte de Italia. Todas las gentes son asesinadas. Y los doce ángeles, liderados por el arcángel Berenidu se alzan ante Dios arrogantes, y construyen con sus manos la nueva Torre de Babel, una torre de cadáveres, cadáveres de pecaminosos humanos construida por impolutos ángeles cadavéricos. Y los doce ángeles coronan a Berenidu como nuevo Dios. Y los humanos supervivientes son sus esclavos, sus ángeles.
Y Berenidu lo envuelve todo en las sombras, deshace la luz. Hace retirar las aguas y asesina a los animales, las aves y los peces. En definitiva, deshace la creación. Y al séptimo día no descansa, sino que, en lo más alto de la cúpula del Vaticano, aclama a Dios, con sus dos grandes alas negras. Y Dios le oye, y no puede por más esperar. Y, viendo el Demonio que estos ángeles se han sublevado ante Dios, que han tomado y destruido a la Iglesia Católica, aprovecha y manda a su ejército. Y Dios decide esperar 30 días más.
Cae la lluvia mientras Paulus, posado sobre las ruinas de un gran edificio, siente que Berenidu le llama. Se lanza al vuelo y llega en unos minutos. Una tormenta se empieza a formar en el Cielo: Él está furioso. Y de las negras nubes, negras como las maldades de los ángeles conjurados que desean ser mortales, aparece un halo de luz inmenso, poderoso gigante. Los ejércitos del Diablo se preparan. De pronto alguien grita algo, el ángel Aetis, desgarrando su voz, muerto de miedo, grita.
-¡Es Miguel! ¡El arcángel Miguel!
Paulus lo ve con sus propios ojos. A la cabeza del millar de ángeles que cruzan el Cielo dispuestos a luchar, se encuentra Miguel, el Comandante de los Ejércitos de Dios. Vestido de romano, con lanza en mano, con casco griego y con el poderío del más grande e inmortal de los guerreros, mira furioso a los traidores. La batalla no dura mucho, la Serpiente es desterrada, de nuevo, a su madriguera del subsuelo. Los conjurados son capturados y llevados al Reino de los Cielos.
Y allí despierta Paulus, con grilletes en las manos. Y no puede moverse. Berenidu, a su lado, le sonríe. Esta peor que nunca. Sus alas negras están practicamente despellejadas. De su boca cuelga sangre y su mirada denota enfermedad.
-Lo hemos conseguido -le balbucea-.
Y son llevados ante Dios. Y Dios les juzga.
-Vivid en la Tierra, vivid entre los humanos, y morid mientras vivís, pues así lo habéis querido defraudándome. No os voy a destruir, no os voy a mantener como ángeles.
Y los doce ángeles y el arcángel se alegran. Y se sienten dichosos. Y San Miguel les corta las alas con su espada divina y caen a la Tierra desde los Cielos.
-¿Y si morimos en la caída? -pregunta uno de los ángeles-.
-¡No importa! ¡Al menos ya no seremos ángeles! ¡Sentiremos el dolor y al morir subiremos al Cielo, al verdadera Cielo, al paraíso!
Y los ángeles, con la sonrisa en la boca, caen desde el Cielo. Y unos caen sobre tejados y rompen sus tejas y se parten la crisma. Y otros se estampan contra el duro asfalto. Y otros caen al mar y se ahogan. Y mueren, felices mueren... o eso creen. Berenidu despierta en una playa, Paulus en el centro de una ciudad. No están muertos. Ni ninguno de los otros. No mueren. Y se proponen a vivir felices sus nuevas vidas mortales, pero no pueden. No son humanos. No sienten. No son felices, no son desdichados. No son nada. Intentan hacer daño a los humanos para enfurecer a Dios, pero no pueden. Son fantasmas. E inentan volver a los cielos, y no pueden, porque no tienen alas. Los humanos normalmente no podemos verlos, pero en las noches de luna llena, una sombra parece cruzarse y ves un ángel vestido de negro, oculto, confundido atrapado. Vagan en este mundo, que es su condena. Ellos son los ángeles caídos, los que se alzaron contra Dios para engañarle, y fueron ellos los engañados.
El Hispánico
miércoles, 14 de febrero de 2007
EXPERIENCIAS
EL ALLÍ DE LOS SUICIDAS
Esa noche dormí poco y mal. Me acosté sobre la 1 de la madrugada. Me desperté de pronto, con el trajín de la gente por mi casa. Eran las 8 de la mañana. Mi abuela, casi como un fantasma, deambulaba por el pasillo, amagada, decaída. Mi madre, ojerosa y despeinada, se afanaba en tener la casa presentable. Yo había soñado con él. Iba flotando por el agua, boca abajo. De pronto un hombre le veía y le acercaba a la orilla. Los policías le daban la vuelta. El canal, verde y tranquilo, atravesaba un campo. Iba vestido con la camisa que le ví, la camisa azul de cuadros. Una camisa nueva. Pude ver su rostro, sin vida, con los ojos abiertos como los de un besugo, mirándome, muerto, como un besugo pescado, un besugo sin vida. Un besugo terrorífico. Y yo gritaba. Y me desperté asustado.
Joaquín Cruz Cruz nació el noveno día del noveno mes, del vigesimo noveno año del siglo XX; o lo que es lo mismo, el 9/9/1929. Fue un hombre sencillo, un español como uno más. Emigró de su Badajoz natal para venir a Madrid, como tantos hijos de la Patria, a principios de los 60. Se casó con Juliana y tuvo dos hijas. En realidad, hoy, casi 40 años después de su migración, cuando lo pienso me extraña que él, ese hombre tan de su casa, tan de su tierra, tan de su familia, fuese capaz de dejarlo todo por un futuro mejor.
El último día que le ví, fue el pasado 23 de Agosto de 2006. Había olvidado mis llaves en su casa, y fui a recogerlas. Tenía prisa, me estaban esperando para ir al instituto y ver cuando comenzaban las clases. Le noté algo nervioso, enfadado. Pero él era así, siempre fue muy nervioso. Hablaba sólo y tenía un fuerte carácter. Mue fuí y le dejé allí, sólo. Cuando volví sobre la 1, para comer, estaba discutiendo con Juliana. Por lo de siempre: que tuvo que poner dinero extra para hacer la casa, en la cual vivían él y Juliana, y el hermano y la cuñada de ésta en la planta baja. Me senté en el sofá, molesto porque no me dejaban ver la televisión. Siempre estaban con lo mismo, Joaquín siempre sacaba el tema, y se ponía hecho un demonio, por una tontería de hace 40 años. De pronto me meten en la discusión. Joaquín me pregunta si me parece normal. Me quedo callado. Mis labios se despegan para ponerme a favor de Juliana, para decirle que es un pesado, siempre discutiendo por una tontería de hace 40 años. Abrir los labios para mandarle callar de una santa vez, que nos está dando el día como siempre. Pero algo me hace callar. ¿El qué? No lo sé. Pero de mi boca entreabierta no sale nada. Decido -raro en mí-, callarme, cosa que no podré agradecer a ese "yo" de hace meses, porque sino no me lo podría perdonar. Joaquín dice que se va. Que se va y no vuelve. Juliana le dice que es ya casi la hora de comer. A él le da igual. Se va. Y punto.
Terminé de comer tranquilo, Joaquín solía hacerlo a menudo. Hasta que tuvo cáncer de vejiga (ya curado totalmente), solía irse de Madrid a su pueblo de Badajoz sin avisar a nadie. Pero Juliana estaba preocupada. Y yo, tan tranquilo. Me habían dejado ver la televisión y comer en paz. Jualiana dice que va a llamar a la policía, entonces comprendo que hoy no es un día normal, con una discusión normal. Me ofrezco a llamar a mi madre para buscarle. Son entorno las 16:00 horas. El abrasador sol de Madrid, de un Madrid en pleno Agosto, de un Madrid en plena siesta, hacen que el clima sea axfisiante. Me pregunto dónde puede estar un hombre de casi 77 años en la calle con este calor. Le buscamos. No aparece. Nos vamos a casa y avisamos a Juliana. Ella decide esperar, a ver si vuelve. Pasan las horas, a mi casa ha venido una amiga de mi madre. Pasan toda la tarde hablando. Mi padre viene, nervioso, corriendo. Se cambia de ropa y se marcha. Me dice algo que no entiendo, me dice que "ya me contará, que no me mueva de aquí, que mi madre no se vaya". Yo no entiendo nada. De pronto me acuerdo de Joaquín. Llamo a Juliana. No me lo coge ella, sino la mujer de su hermano Antonio, Dolores.
-No te preocupes, ahora va tu padre. Vosotros no os mováis de allí -me dice Dolores-.
-¿Pero, pasa algo? ¿Tú qué haces ahí? ¿Por qué está mi padre ahí?
-Por nada, ahora va tu padre y te cuenta, no os mováis de ahí.
Cuelgo. La amiga de mi madre se ha ido. Mi madre se pone nerviosa y llama a casa de Juliana. Le dice lo mismo. Se pone aún más nerviosa. ¿Le habrá pasado algo a Joaquín?
Tardan apenas unos minutos que se nos hacen horas, pero finalmente llegan. Antonio, el hermano de Juliana y mi padre. Se encierran en la habitación de mis padres lo tres, mientras yo me quedo en el salón con mis dos hermanos. A los pocos minutos no puedo resistirlo y me acerco a la habitación. Desde el pasillo oigo como llora mi madre. Entro.
-¿Qué pasa?
Mi madre es hija de Joaquín y Juliana. Y yo, lógicamente, soy su nieto. Antonio, mi tío abuelo, tarda en decírmelo.
-Pues que tu abuelo se ha tirado al canal.
Las palabras me impactan como si de una ola, una enorme ola, fría, oscura, gigante, me chocase en el rostro. Comprendo lo evidente, pero aún así, como si fuese estúpido, me atrevo a ponerlo en duda.
-Pero... ¿se ha muerto? -pregunto-.
Ya solo oigo un "pues claro que sí". Me llevo las manos al rostro, no sé por qué, ni nunca lo sabré, pero no lloro, simplemente me tapo el rostro. Tengo la boca abierta y los ojos desorbitados. Y el rostro oculto. Tengo que taparlo, no sé de qué, pero no puedo dejar de taparme el rostro.
Todo lo demás pasó, lentamente, muy rápido. Al día siguiente lo enterramos. Llamamos a la familia de Extremadura. Yo, de negro, repartí la esquelas por toda la ciudad. Algunos me preguntaban: "¿quién ha muerto?". "Mi abuelo". "¿Quién ha muerto?". "Mi abuelo". Y así...
Al día siguiente del entierro fui a ver el canal. Mi abuelo se tiró por donde estña descubierto y fue arrastrado por todo el subsuelo de la ciudad. Su cadaver recorrió 10 km hasta que apareció en la cacera de un pueblo cercano. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, se fue chocando por todas las alcantarillas. Mientras mi madre y yo lo buscábamos, él, quizás, estaba muerto, pasando por debajo del coche en el que viajábamos. Terrible.
Dejó las gafas cerca de la orilla, perfectamente colocadas. Por eso sabemos, sin lugar a ninguna duda, que fue un suicidio. Me lo imagino allí, blasfemando (la verdad es que mi abuelo tenía una lengua terrible), gritando, bajo el Sol abrasador, sumergiéndose en las aguas verdes, fangosas, profundas, oscuras, donde tanta gente de este pueblo se ha suicidado. A veces voy allí, hay una barandilla y la corriente se dirige hacia la barandilla. Hay unas cadenas antes de que el agua te conduzca al subsuelo de la ciudad. A veces, cuando estoy allí, me imagino que caigo, que me aferro a las cadenas y siento un miedo atroz.
Mi madre, desde el suicidio de mi abuelo, es muy creyente. Quedó muy afectada, y ha tenido que ir al psicólogo. Cuando peor está la tenemos que tener vigilada, tiene el mismo caracter que mi abuelo, y estaba muy unida. A veces le dan ideas de irse con él. Habla de él constantemente, está obsesionada. En parte no puedo criticarla, yo también. Estoy obsesionado con el suicidio, con la muerte. Puede verse fácilmente en los post de este blog, en la mayoría el suicidio y la muerte son sus protagonistas. Y es que mi madre no habla de otra cosa, sino de que su padre está en el Cielo, de que cuando muera se encontrará con él. Y mis hermanos y primos pequeños también tienen esa esperanza, ya se sabe, a los niños les reconforta saber que sus seres queridos están en el Cielo. Pero sobre todo mi madre, mi atormentada madre. Y muchas veces me asalta la idea, muchas veces creo estar engañándola, creo estar estafandola. ¿Por qué? Porque, según la fé católica, la misma fé católica en la que ella se basa para creer que se reencontrará con su padre, la misma fé católica en la que mi abuelo creía a pies juntillas, la misma fé que se nos ha inculcado a los españoles generación tras generación es clara al respecto. Que no van allí. Que quedan atrapados en su muerte, y no van allí. Que, según sus creencias, ella nunca se reencontrará con él. No, no puedo decírselo. No puedo decirle que los suicidas no van al Cielo.
Dedicado a mi abuelo Joaquín, a mi familia, a mí mismo, protagonistas reales de esta historia.
Esa noche dormí poco y mal. Me acosté sobre la 1 de la madrugada. Me desperté de pronto, con el trajín de la gente por mi casa. Eran las 8 de la mañana. Mi abuela, casi como un fantasma, deambulaba por el pasillo, amagada, decaída. Mi madre, ojerosa y despeinada, se afanaba en tener la casa presentable. Yo había soñado con él. Iba flotando por el agua, boca abajo. De pronto un hombre le veía y le acercaba a la orilla. Los policías le daban la vuelta. El canal, verde y tranquilo, atravesaba un campo. Iba vestido con la camisa que le ví, la camisa azul de cuadros. Una camisa nueva. Pude ver su rostro, sin vida, con los ojos abiertos como los de un besugo, mirándome, muerto, como un besugo pescado, un besugo sin vida. Un besugo terrorífico. Y yo gritaba. Y me desperté asustado.
Joaquín Cruz Cruz nació el noveno día del noveno mes, del vigesimo noveno año del siglo XX; o lo que es lo mismo, el 9/9/1929. Fue un hombre sencillo, un español como uno más. Emigró de su Badajoz natal para venir a Madrid, como tantos hijos de la Patria, a principios de los 60. Se casó con Juliana y tuvo dos hijas. En realidad, hoy, casi 40 años después de su migración, cuando lo pienso me extraña que él, ese hombre tan de su casa, tan de su tierra, tan de su familia, fuese capaz de dejarlo todo por un futuro mejor.
El último día que le ví, fue el pasado 23 de Agosto de 2006. Había olvidado mis llaves en su casa, y fui a recogerlas. Tenía prisa, me estaban esperando para ir al instituto y ver cuando comenzaban las clases. Le noté algo nervioso, enfadado. Pero él era así, siempre fue muy nervioso. Hablaba sólo y tenía un fuerte carácter. Mue fuí y le dejé allí, sólo. Cuando volví sobre la 1, para comer, estaba discutiendo con Juliana. Por lo de siempre: que tuvo que poner dinero extra para hacer la casa, en la cual vivían él y Juliana, y el hermano y la cuñada de ésta en la planta baja. Me senté en el sofá, molesto porque no me dejaban ver la televisión. Siempre estaban con lo mismo, Joaquín siempre sacaba el tema, y se ponía hecho un demonio, por una tontería de hace 40 años. De pronto me meten en la discusión. Joaquín me pregunta si me parece normal. Me quedo callado. Mis labios se despegan para ponerme a favor de Juliana, para decirle que es un pesado, siempre discutiendo por una tontería de hace 40 años. Abrir los labios para mandarle callar de una santa vez, que nos está dando el día como siempre. Pero algo me hace callar. ¿El qué? No lo sé. Pero de mi boca entreabierta no sale nada. Decido -raro en mí-, callarme, cosa que no podré agradecer a ese "yo" de hace meses, porque sino no me lo podría perdonar. Joaquín dice que se va. Que se va y no vuelve. Juliana le dice que es ya casi la hora de comer. A él le da igual. Se va. Y punto.
Terminé de comer tranquilo, Joaquín solía hacerlo a menudo. Hasta que tuvo cáncer de vejiga (ya curado totalmente), solía irse de Madrid a su pueblo de Badajoz sin avisar a nadie. Pero Juliana estaba preocupada. Y yo, tan tranquilo. Me habían dejado ver la televisión y comer en paz. Jualiana dice que va a llamar a la policía, entonces comprendo que hoy no es un día normal, con una discusión normal. Me ofrezco a llamar a mi madre para buscarle. Son entorno las 16:00 horas. El abrasador sol de Madrid, de un Madrid en pleno Agosto, de un Madrid en plena siesta, hacen que el clima sea axfisiante. Me pregunto dónde puede estar un hombre de casi 77 años en la calle con este calor. Le buscamos. No aparece. Nos vamos a casa y avisamos a Juliana. Ella decide esperar, a ver si vuelve. Pasan las horas, a mi casa ha venido una amiga de mi madre. Pasan toda la tarde hablando. Mi padre viene, nervioso, corriendo. Se cambia de ropa y se marcha. Me dice algo que no entiendo, me dice que "ya me contará, que no me mueva de aquí, que mi madre no se vaya". Yo no entiendo nada. De pronto me acuerdo de Joaquín. Llamo a Juliana. No me lo coge ella, sino la mujer de su hermano Antonio, Dolores.
-No te preocupes, ahora va tu padre. Vosotros no os mováis de allí -me dice Dolores-.
-¿Pero, pasa algo? ¿Tú qué haces ahí? ¿Por qué está mi padre ahí?
-Por nada, ahora va tu padre y te cuenta, no os mováis de ahí.
Cuelgo. La amiga de mi madre se ha ido. Mi madre se pone nerviosa y llama a casa de Juliana. Le dice lo mismo. Se pone aún más nerviosa. ¿Le habrá pasado algo a Joaquín?
Tardan apenas unos minutos que se nos hacen horas, pero finalmente llegan. Antonio, el hermano de Juliana y mi padre. Se encierran en la habitación de mis padres lo tres, mientras yo me quedo en el salón con mis dos hermanos. A los pocos minutos no puedo resistirlo y me acerco a la habitación. Desde el pasillo oigo como llora mi madre. Entro.
-¿Qué pasa?
Mi madre es hija de Joaquín y Juliana. Y yo, lógicamente, soy su nieto. Antonio, mi tío abuelo, tarda en decírmelo.
-Pues que tu abuelo se ha tirado al canal.
Las palabras me impactan como si de una ola, una enorme ola, fría, oscura, gigante, me chocase en el rostro. Comprendo lo evidente, pero aún así, como si fuese estúpido, me atrevo a ponerlo en duda.
-Pero... ¿se ha muerto? -pregunto-.
Ya solo oigo un "pues claro que sí". Me llevo las manos al rostro, no sé por qué, ni nunca lo sabré, pero no lloro, simplemente me tapo el rostro. Tengo la boca abierta y los ojos desorbitados. Y el rostro oculto. Tengo que taparlo, no sé de qué, pero no puedo dejar de taparme el rostro.
Todo lo demás pasó, lentamente, muy rápido. Al día siguiente lo enterramos. Llamamos a la familia de Extremadura. Yo, de negro, repartí la esquelas por toda la ciudad. Algunos me preguntaban: "¿quién ha muerto?". "Mi abuelo". "¿Quién ha muerto?". "Mi abuelo". Y así...
Al día siguiente del entierro fui a ver el canal. Mi abuelo se tiró por donde estña descubierto y fue arrastrado por todo el subsuelo de la ciudad. Su cadaver recorrió 10 km hasta que apareció en la cacera de un pueblo cercano. Tenía magulladuras por todo el cuerpo, se fue chocando por todas las alcantarillas. Mientras mi madre y yo lo buscábamos, él, quizás, estaba muerto, pasando por debajo del coche en el que viajábamos. Terrible.
Dejó las gafas cerca de la orilla, perfectamente colocadas. Por eso sabemos, sin lugar a ninguna duda, que fue un suicidio. Me lo imagino allí, blasfemando (la verdad es que mi abuelo tenía una lengua terrible), gritando, bajo el Sol abrasador, sumergiéndose en las aguas verdes, fangosas, profundas, oscuras, donde tanta gente de este pueblo se ha suicidado. A veces voy allí, hay una barandilla y la corriente se dirige hacia la barandilla. Hay unas cadenas antes de que el agua te conduzca al subsuelo de la ciudad. A veces, cuando estoy allí, me imagino que caigo, que me aferro a las cadenas y siento un miedo atroz.
Mi madre, desde el suicidio de mi abuelo, es muy creyente. Quedó muy afectada, y ha tenido que ir al psicólogo. Cuando peor está la tenemos que tener vigilada, tiene el mismo caracter que mi abuelo, y estaba muy unida. A veces le dan ideas de irse con él. Habla de él constantemente, está obsesionada. En parte no puedo criticarla, yo también. Estoy obsesionado con el suicidio, con la muerte. Puede verse fácilmente en los post de este blog, en la mayoría el suicidio y la muerte son sus protagonistas. Y es que mi madre no habla de otra cosa, sino de que su padre está en el Cielo, de que cuando muera se encontrará con él. Y mis hermanos y primos pequeños también tienen esa esperanza, ya se sabe, a los niños les reconforta saber que sus seres queridos están en el Cielo. Pero sobre todo mi madre, mi atormentada madre. Y muchas veces me asalta la idea, muchas veces creo estar engañándola, creo estar estafandola. ¿Por qué? Porque, según la fé católica, la misma fé católica en la que ella se basa para creer que se reencontrará con su padre, la misma fé católica en la que mi abuelo creía a pies juntillas, la misma fé que se nos ha inculcado a los españoles generación tras generación es clara al respecto. Que no van allí. Que quedan atrapados en su muerte, y no van allí. Que, según sus creencias, ella nunca se reencontrará con él. No, no puedo decírselo. No puedo decirle que los suicidas no van al Cielo.
Dedicado a mi abuelo Joaquín, a mi familia, a mí mismo, protagonistas reales de esta historia.
sábado, 10 de febrero de 2007
RELATO IV
LA INMENSIDAD BLANCA (parte II) [ver primero parte I, abajo]
No abrió los ojos porque aún teniéndolos cerrados, estaban abiertos. No comenzó de nuevo a respirar porque aún estando sus pulmones oprimidos e inutilizados, estaba respirando. No volvió su corazón a latir, pese a que se había parado, retorcido y destrozado, latía. En definitiva, no había vuelto a la vida, pese a haber muerto, puesto que seguía viviendo.
Pablo apareció en la cumbre de una montaña enorme, sembrada por las nieves. Se encontraba en la cúspide del mundo.
-Nunca has vivido. Asúmelo.
La voz de Raul le asaltó de pronto. Pablo se giró y se encontró con un Raul muy distinto. Vestía de blanco. Su cabello ya no estaba revuelto. Su semblante, sonriente.
-¿Dónde estoy? -pregunta Pablo-.
-Estás aquí porque lo sabes. Conoces la respuesta.
-Me encuentro en el más allá, en lo que separa la muerte de la vida, en lo que separa la Tierra del Cielo.
-Así es, Pablo.
-Entonces es cierto, he muerto.
A Raul se le ensombrece el rostro.
-No, Pablo, no has muerto. Nosotros no tenemos la suerte de vivir, y por tanto tampoco de morir.
-¿De qué me hablas?-pregunta Pablo-.
De pronto unas enormes alas blancas surgen de la espalda de Raul. Pablo comprende que su amigo es en realidad un ángel.
-Siempre he tenido envidia de los humanos, ¿sabes? Dios no es tan benévolo con todas sus criaturas. A ellos les da el don de la vida. A nosotros nos martiriza con el sueño de vivir, con un sueño efímero, con una dulce mentira y después nos muestra que en realidad no vivimos, que no tenemos esa suerte, que somos eternamente sus esclavos.
-No te entiendo, Raul, ¿qué me quieres decir?
-Dios creó el Universo, el mundo, y a todos sus seres. Y sus ángeles estamos para servirle. Pere un ángel no es humano, no tiene sentimientos, no tiene vida, no ríe, llora, canta. Tú también eres un ángel, Pablo, nunca has vivido.
Pablo se sobresalta, retrocede.
-¿Qué dices? ¡No, mientes! ¡Pero si yo si he vivido!
El ángel Raul sonríe.
-Pablo, no, no has vivido. Dime ¿cuando fue la última vez que amaste? ¿cuándo fué la última vez que reíste? ¿quiénes fueron tus padres?
Pablo, seguro de conocer estas cosas tan obvias hace memoria. Para su sorpresa no le llega nada a la mente. Cree recordar que se ha enomorado, que por supeusto ha reído, y que lógicamente tiene padres. Pero estos supuestos recuerdos se esfuman en su memoria, como si de un sueño ligero se tratase.
-No te atormentes, no puedes recordarlo porque no lo has vivido. Tu vida ha sido una ligera somnolencia cósmica imbuida por Dios, una prueba. Eras un experimento. Dios nos envía a la Tierra, a vivir una falsa vida. Si descubrimos que no debemos temer a la muerte, pues a partir de ella existiremos, Dios nos da las alas y entonces les servimos como ángeles. Si no, desaparecemos en el vacío del Universo.
Pablo queda cabizbajo, pensativo. De pronto una luz le ilumina, una rayo le atraviesa, un volcán explota en su interior, una maravillosa sensación le invade y las alas le surgen de su espalda. Dos alas puras, blancas, inmensamente blancas. Pero Pablo no ha sentido ninguna de estas sensaciones. Sabe que han atravesado su cuerpo, pero las ha visto pasar de lejos, impasible. Pablo comienza a llorar, defraudado.
-Es un dolor infinito, ¿verdad?-afirma Raul-. No tienes sentimientos ni sensibilidad. Es terrible sentir que te has perdido una sensación maravillosa.
Pablo dice que sí con la cabeza.
-Es nuestro destino, Pablo. Los servidores de Dios estamos condenados a ello. Un día, un hombre preguntó a Dios: "¿por qué no llenaste el mundo de ángeles perfectos en vez de humanos pecadores"? Y estoy seguro que Dios le respondió que, precisamente, la virtud del ser humano es el pecado, puesto que ello les hace sentir, vivir, morir. Con el pecado alcanzan la redención y con la redención la pureza, la auténtica pureza, Pablo.
Raul pasa el brazo por la espalda de Pablo y se acercan al borde de la montaña, dispuestos a alzar el vuelo hacia el Cielo.
-No te preocupes, para tí no existe el miedo. Volarás.
Ambos alzan el vuelo, dirigiéndose hacia Dios, dejando a la Humanidad, a la pecaminosa Humanidad, muy abajo, en la Tierra, pecando, multiplicándose, blasfemando, riéndo, asesinando, muriendo, destruyendo, construyendo y, en definitiva, viviendo, existiendo. Porque no hay más perfecta y feliz existencia que aquella que es imperfecta.
Pablo mira al vacío.
-Raul.
-Qué.
-Ojalá fuese humano.
El Hispánico
No abrió los ojos porque aún teniéndolos cerrados, estaban abiertos. No comenzó de nuevo a respirar porque aún estando sus pulmones oprimidos e inutilizados, estaba respirando. No volvió su corazón a latir, pese a que se había parado, retorcido y destrozado, latía. En definitiva, no había vuelto a la vida, pese a haber muerto, puesto que seguía viviendo.
Pablo apareció en la cumbre de una montaña enorme, sembrada por las nieves. Se encontraba en la cúspide del mundo.
-Nunca has vivido. Asúmelo.
La voz de Raul le asaltó de pronto. Pablo se giró y se encontró con un Raul muy distinto. Vestía de blanco. Su cabello ya no estaba revuelto. Su semblante, sonriente.
-¿Dónde estoy? -pregunta Pablo-.
-Estás aquí porque lo sabes. Conoces la respuesta.
-Me encuentro en el más allá, en lo que separa la muerte de la vida, en lo que separa la Tierra del Cielo.
-Así es, Pablo.
-Entonces es cierto, he muerto.
A Raul se le ensombrece el rostro.
-No, Pablo, no has muerto. Nosotros no tenemos la suerte de vivir, y por tanto tampoco de morir.
-¿De qué me hablas?-pregunta Pablo-.
De pronto unas enormes alas blancas surgen de la espalda de Raul. Pablo comprende que su amigo es en realidad un ángel.
-Siempre he tenido envidia de los humanos, ¿sabes? Dios no es tan benévolo con todas sus criaturas. A ellos les da el don de la vida. A nosotros nos martiriza con el sueño de vivir, con un sueño efímero, con una dulce mentira y después nos muestra que en realidad no vivimos, que no tenemos esa suerte, que somos eternamente sus esclavos.
-No te entiendo, Raul, ¿qué me quieres decir?
-Dios creó el Universo, el mundo, y a todos sus seres. Y sus ángeles estamos para servirle. Pere un ángel no es humano, no tiene sentimientos, no tiene vida, no ríe, llora, canta. Tú también eres un ángel, Pablo, nunca has vivido.
Pablo se sobresalta, retrocede.
-¿Qué dices? ¡No, mientes! ¡Pero si yo si he vivido!
El ángel Raul sonríe.
-Pablo, no, no has vivido. Dime ¿cuando fue la última vez que amaste? ¿cuándo fué la última vez que reíste? ¿quiénes fueron tus padres?
Pablo, seguro de conocer estas cosas tan obvias hace memoria. Para su sorpresa no le llega nada a la mente. Cree recordar que se ha enomorado, que por supeusto ha reído, y que lógicamente tiene padres. Pero estos supuestos recuerdos se esfuman en su memoria, como si de un sueño ligero se tratase.
-No te atormentes, no puedes recordarlo porque no lo has vivido. Tu vida ha sido una ligera somnolencia cósmica imbuida por Dios, una prueba. Eras un experimento. Dios nos envía a la Tierra, a vivir una falsa vida. Si descubrimos que no debemos temer a la muerte, pues a partir de ella existiremos, Dios nos da las alas y entonces les servimos como ángeles. Si no, desaparecemos en el vacío del Universo.
Pablo queda cabizbajo, pensativo. De pronto una luz le ilumina, una rayo le atraviesa, un volcán explota en su interior, una maravillosa sensación le invade y las alas le surgen de su espalda. Dos alas puras, blancas, inmensamente blancas. Pero Pablo no ha sentido ninguna de estas sensaciones. Sabe que han atravesado su cuerpo, pero las ha visto pasar de lejos, impasible. Pablo comienza a llorar, defraudado.
-Es un dolor infinito, ¿verdad?-afirma Raul-. No tienes sentimientos ni sensibilidad. Es terrible sentir que te has perdido una sensación maravillosa.
Pablo dice que sí con la cabeza.
-Es nuestro destino, Pablo. Los servidores de Dios estamos condenados a ello. Un día, un hombre preguntó a Dios: "¿por qué no llenaste el mundo de ángeles perfectos en vez de humanos pecadores"? Y estoy seguro que Dios le respondió que, precisamente, la virtud del ser humano es el pecado, puesto que ello les hace sentir, vivir, morir. Con el pecado alcanzan la redención y con la redención la pureza, la auténtica pureza, Pablo.
Raul pasa el brazo por la espalda de Pablo y se acercan al borde de la montaña, dispuestos a alzar el vuelo hacia el Cielo.
-No te preocupes, para tí no existe el miedo. Volarás.
Ambos alzan el vuelo, dirigiéndose hacia Dios, dejando a la Humanidad, a la pecaminosa Humanidad, muy abajo, en la Tierra, pecando, multiplicándose, blasfemando, riéndo, asesinando, muriendo, destruyendo, construyendo y, en definitiva, viviendo, existiendo. Porque no hay más perfecta y feliz existencia que aquella que es imperfecta.
Pablo mira al vacío.
-Raul.
-Qué.
-Ojalá fuese humano.
El Hispánico
martes, 6 de febrero de 2007
RELATO III
LA INMENSIDAD BLANCA (Parte I, de II)
El funeral del desconocido fue austero y rápido. Tan sólo ellos dos y otras dos mujeres, según supieron Raul y Pablo, la hermana y prima del fallecido, asistían impasibles a las palabras que el sacerdote le dedicaba.
-Insisto, la vida es un sueño -susurra Raul-.
-Y yo te digo que no -le responde, también en susurros, Pablo-.
Comienza a llover.
-Que sí, Pablo, que sí. Todo el mundo, todo lo que nos rodeo, se basa en nuestra percepción. Nada existe.
Pablo va a contestarle cuando les interrumpen las mujeres de negro. Les dan el pésame y mienten asegurando ser amigos del difunto (cuando ni siquiera saben cómo se llama). La hermana parece confortada, creyendo que su hermano tenía algún amigo. Tras quedarse sólos ante la tumba, aún sin identificación, Pablo y Raul fuman un par de pitillos. Son dos jóvenes extravagantes. Dos bohemios licenciados uno en Filosofía y otro en Derecho. Se han conocido hace un par de meses, y ahora, Raul, el filósofo, arrastra a Pablo, el abogado, a divagar sobre ideas existenciales, sobre la vida y la muerte, por lo que suelen visitar algunas defunciones de diversos desconocidos.
-Estoy seguro de que tus tesis son erróneas -retoma Pablo la conversación-, las cosas, el mundo, el universo existe, independientemente de que lo veamos o no.
Raul da un larga calada al cigarrillo. Después exhala el humo.
-Dime, Pablo, ¿hace ruido un árbol al desplomarse en un bosque en el que no viven humanos ni ningún otro animal?
-Claro que sí.
-Pero Pablo, el ruido es una percepción, si nadie oye el ruido, no ha existido. La vida es una percepción, un sueño. Un sueño efímero, además.
-Entonces, según tú, ¿la muerte es lo importante? ¿La muerte es el despertar de esta farsa? ¿Es estúpido, entonces, e incluso contraproducente, intentar evitar la muerte como día a día hacemos los seres humanos?
Raul se sobresalta.
-¡No, no! ¡La vida es lo importante! ¡Hay que huir de la muerte! Pablo mira...
Raul calla.
-Qué -dice Pablo-.
-La muerte es un gran vacío, Pablo, un gran vacío blanco, profundo. Es la oscura claridad. Pero tienes que enfrentarte a ella. A los que no han apreciado su vida les obliga a vagar por la Tierra. Ésa es mi teoría, al menos.
-Bueno Raul, me voy, te veo mañana. Te dejo con tus extrañas teorías existenciales. Adiós.
-Pablo.
-Qué.
-¡Suerte!
-Eres muy raro, Raul, ¿lo sabes verdad?
Pablo se sube a un taxi mientras Raul divisa el coche mientras éste se aleja.
-Al menos lo intenté -susurra para sí Raul-.
Pablo desayuna tostadas y zumo de naranja. La televisión no funciona. Se viste y sale a la calle. Anda varios metros y entonces se da cuenta de que en el horizonte hay algo extraño. No sabe exactamente qué es. Pero hay algo raro. ¿Y el Sol? No está. Ni siquiera se adivina su luz detrás de alguna nube. Hay una especie de niebla que todo lo cubre. Hay edificios que Pablo siempre ve y hoy no. Pablo mira a todos los lados, la gente no se inmuta. Los coches no encienden sus luces, pese a que a Pablo le cuesta ver siquiera a un metro. La niebla es cada vez más espesa. De pronto un edificio es engullido por la niebla. Simplemente queda totalmente blanco, desaparece en la inmensidad blanca. Nadie, excepto Pablo, lo vé. Pablo se acerca. La inmensidad blanca se lo va tragando todo y, de cerca, puede observarse que desintegra todo lo que toca. Los coches se despedazan en piezas, las personas en moléculas. Pablo grita a la gente, pero nadie se da cuenta. Todo el mundo sigue andando al mismo paso, rápido y agobiado, pero normal. Siguen hablando por sus móviles, escuchando sus mp3, paseando a sus perros.
-¿Es que nadie se da cuenta? ¡Corran! ¡Algo raro pasa!-grita-.
Nadie le escucha. No existe. Pablo sale corriendo hasta su casa. Entra y cierra la puerta rápido. Coge rápidamente el móvil y en la agenda pulsa la letra"R". Pero el nombre que busca no está. El número de Raul no está en su móvil. Se decide a ir a buscarlo a su casa, y se da cuenta que ha olvidado su dirección. Sube rápidamente a su habitación y coge una fotografía en la que aparecen Raul y él. Sólo él, Raul no está.
-Esto es una broma... Alguien me está gastando una broma. ¿Quién ha cambiado la foto? ¿Quién ha borrado de mi agenda su número?
Pablo se da cuenta de que nunca ha tenido una foto de Raul y él. Se da cuenta que nunca ha ido a buscarlo a su casa y que nunca ha tenido su número de teléfono. Raul apareció sin más en su vida.
Pablo se asoma por la ventana. La blancura se lo va tragando todo, y cada vez está más cerca. Se da cuenta que lo está rodeando. Pablo se empieza a desquiciar, se atrinchera en su habitación, tras el armario. Al cabo de las horas se asoma: ya no queda ciudad. Sólo está su casa, rodeada de niebla. Abre la puerta para salir y la inmensidad blanca lo sorprende. No hay nada al abrir la puerta, sólo un blanco infinito. "La muerte es un gran vacío, Pablo, un gran vacío blanco". "Suerte".
-Él lo sabía... sabía que me iba a pasar esto. ¿Es esto la muerte?
A Pablo la inmensidad blanca le produce un terrible miedo. Pero entonces comprende que debe de ser su hora. Que su sueño ha llegado a su fín, que hay que afrontar la muerte, que no puede ser un cobarde. Pablo comprende que si huye de la mole blanca, de lo infinito, quedará atrapado en ese mundo, en un mundo corrupto, que su alma se perderá en la inmensidad de la escoria humana de los no-muertos. Pablo se lanza a la blancura.
El funeral del desconocido fue austero y rápido. Tan sólo ellos dos y otras dos mujeres, según supieron Raul y Pablo, la hermana y prima del fallecido, asistían impasibles a las palabras que el sacerdote le dedicaba.
-Insisto, la vida es un sueño -susurra Raul-.
-Y yo te digo que no -le responde, también en susurros, Pablo-.
Comienza a llover.
-Que sí, Pablo, que sí. Todo el mundo, todo lo que nos rodeo, se basa en nuestra percepción. Nada existe.
Pablo va a contestarle cuando les interrumpen las mujeres de negro. Les dan el pésame y mienten asegurando ser amigos del difunto (cuando ni siquiera saben cómo se llama). La hermana parece confortada, creyendo que su hermano tenía algún amigo. Tras quedarse sólos ante la tumba, aún sin identificación, Pablo y Raul fuman un par de pitillos. Son dos jóvenes extravagantes. Dos bohemios licenciados uno en Filosofía y otro en Derecho. Se han conocido hace un par de meses, y ahora, Raul, el filósofo, arrastra a Pablo, el abogado, a divagar sobre ideas existenciales, sobre la vida y la muerte, por lo que suelen visitar algunas defunciones de diversos desconocidos.
-Estoy seguro de que tus tesis son erróneas -retoma Pablo la conversación-, las cosas, el mundo, el universo existe, independientemente de que lo veamos o no.
Raul da un larga calada al cigarrillo. Después exhala el humo.
-Dime, Pablo, ¿hace ruido un árbol al desplomarse en un bosque en el que no viven humanos ni ningún otro animal?
-Claro que sí.
-Pero Pablo, el ruido es una percepción, si nadie oye el ruido, no ha existido. La vida es una percepción, un sueño. Un sueño efímero, además.
-Entonces, según tú, ¿la muerte es lo importante? ¿La muerte es el despertar de esta farsa? ¿Es estúpido, entonces, e incluso contraproducente, intentar evitar la muerte como día a día hacemos los seres humanos?
Raul se sobresalta.
-¡No, no! ¡La vida es lo importante! ¡Hay que huir de la muerte! Pablo mira...
Raul calla.
-Qué -dice Pablo-.
-La muerte es un gran vacío, Pablo, un gran vacío blanco, profundo. Es la oscura claridad. Pero tienes que enfrentarte a ella. A los que no han apreciado su vida les obliga a vagar por la Tierra. Ésa es mi teoría, al menos.
-Bueno Raul, me voy, te veo mañana. Te dejo con tus extrañas teorías existenciales. Adiós.
-Pablo.
-Qué.
-¡Suerte!
-Eres muy raro, Raul, ¿lo sabes verdad?
Pablo se sube a un taxi mientras Raul divisa el coche mientras éste se aleja.
-Al menos lo intenté -susurra para sí Raul-.
Pablo desayuna tostadas y zumo de naranja. La televisión no funciona. Se viste y sale a la calle. Anda varios metros y entonces se da cuenta de que en el horizonte hay algo extraño. No sabe exactamente qué es. Pero hay algo raro. ¿Y el Sol? No está. Ni siquiera se adivina su luz detrás de alguna nube. Hay una especie de niebla que todo lo cubre. Hay edificios que Pablo siempre ve y hoy no. Pablo mira a todos los lados, la gente no se inmuta. Los coches no encienden sus luces, pese a que a Pablo le cuesta ver siquiera a un metro. La niebla es cada vez más espesa. De pronto un edificio es engullido por la niebla. Simplemente queda totalmente blanco, desaparece en la inmensidad blanca. Nadie, excepto Pablo, lo vé. Pablo se acerca. La inmensidad blanca se lo va tragando todo y, de cerca, puede observarse que desintegra todo lo que toca. Los coches se despedazan en piezas, las personas en moléculas. Pablo grita a la gente, pero nadie se da cuenta. Todo el mundo sigue andando al mismo paso, rápido y agobiado, pero normal. Siguen hablando por sus móviles, escuchando sus mp3, paseando a sus perros.
-¿Es que nadie se da cuenta? ¡Corran! ¡Algo raro pasa!-grita-.
Nadie le escucha. No existe. Pablo sale corriendo hasta su casa. Entra y cierra la puerta rápido. Coge rápidamente el móvil y en la agenda pulsa la letra"R". Pero el nombre que busca no está. El número de Raul no está en su móvil. Se decide a ir a buscarlo a su casa, y se da cuenta que ha olvidado su dirección. Sube rápidamente a su habitación y coge una fotografía en la que aparecen Raul y él. Sólo él, Raul no está.
-Esto es una broma... Alguien me está gastando una broma. ¿Quién ha cambiado la foto? ¿Quién ha borrado de mi agenda su número?
Pablo se da cuenta de que nunca ha tenido una foto de Raul y él. Se da cuenta que nunca ha ido a buscarlo a su casa y que nunca ha tenido su número de teléfono. Raul apareció sin más en su vida.
Pablo se asoma por la ventana. La blancura se lo va tragando todo, y cada vez está más cerca. Se da cuenta que lo está rodeando. Pablo se empieza a desquiciar, se atrinchera en su habitación, tras el armario. Al cabo de las horas se asoma: ya no queda ciudad. Sólo está su casa, rodeada de niebla. Abre la puerta para salir y la inmensidad blanca lo sorprende. No hay nada al abrir la puerta, sólo un blanco infinito. "La muerte es un gran vacío, Pablo, un gran vacío blanco". "Suerte".
-Él lo sabía... sabía que me iba a pasar esto. ¿Es esto la muerte?
A Pablo la inmensidad blanca le produce un terrible miedo. Pero entonces comprende que debe de ser su hora. Que su sueño ha llegado a su fín, que hay que afrontar la muerte, que no puede ser un cobarde. Pablo comprende que si huye de la mole blanca, de lo infinito, quedará atrapado en ese mundo, en un mundo corrupto, que su alma se perderá en la inmensidad de la escoria humana de los no-muertos. Pablo se lanza a la blancura.
miércoles, 31 de enero de 2007
RELATO II
LOS SUICIDAS NO VAN AL CIELO
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se frota los ojos, se tapa con la mano, intentando zafarse de esta luz maldita que le ha despertado. En su lucha contra la amorfa sustancia, tira varias latas de cerveza de la mesilla de noche. Le da igual. Jacques se levanta, está vestido. Vestido y sucio. La televisión está encendida, con un estúpido canal de teletienda. Jacques tiene la sensación de haber tenido una pesadilla. Ha dormido mal, y está cansado, por lo que se tumba en el suelo, entre revistas viejas y cajas de pizza.
Tras dormitar unos minutos, finalmente Jacques se levanta del suelo. ¿Qué hizo ayer? No puede recordarlo. ¿Habrá bebido? Huele su ropa, efectivamente huele alcohol. Entonces se dirige a una mesa pequeña en el centro de la única habitación, aparte del baño, del apartamento. Hay una foto. Aparece una pareja. El hombre moreno, delgado y muy alto. La mujer, delgada, esbelta y rubia, con unos profundos ojos azules y un pelo largo y sedoso. Ella es Elisa. El otro es Jacques -o el otro Jacques que existió hace tanto-. Éste acaricia el cristal que le separa de la foto mientras, melancólicamente, le habla a la mujer.
-Hoy hace 6 meses...
Elisa estaba enferma. Elisa, esa mujer invencible, ese ángel como le llamaba Jacques -mientras ella, riendo, se burlaba de él-, esa belleza encarnada, esa personalidad arrolladora y llena de vida había muerto hacía 6 meses. Seis largos meses, con sus 180 tristes días, con sus terribles 180 noches, con sus 4320 interminables horas, con su infinidad de minutos y segundos que pesaban horriblemente en el alma de Jacques. Elisa estaba enferma de sida, y tal como vino, así se fué. ¿Habría existido de verdad? ¿Ese ángel había vivido con Jacques? ¿No era un ligero sueño? Quizás su vida fuese un sueño, o más bien un sueño convertido en pesadilla.
Jacques sale a pasear por la ciudad. La gran ciudad que un día le pareció el paraíso, donde se besaba con Elisa, donde se escabullían entre sus sombras, era hoy una asquerosa cloaca, donde los indigentes se acurrucaban en sus esquinas, las prostitutas le llamaban con sus voces rotas y las ratas se amontonaban en el metro. Pero todo eso se acabaría, ése día iría con ella, con su Elisa, con su ángel. Aún recordaba cómo en varias ocasiones había intentado infectarse del sida, contaminarse de Elisa, para irse con ella. Va llorando mientras se dirige hacia el puente. No lo había llegado a hacer porque a Elisa se le hubiese partido el alma saber que Jacques moriría de su mismo mal, contagiado por ella. Pero todo daba ya igual, ahora estarían juntos. Jacques vé a una figura oscura en el puente. Un hombre con gabardina quizás. Le grita algo. ¿Qué dirá? ¿Qué más da? Un enorme camión rojo, el más grande que Jacques ha visto nunca, pasa por debajo del puente cuando Jacques se encarama a la barandilla. Siente el viento en la cara.
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se frota los ojos, se tapa con la mano, intentando zafarse de esta luz maldita que le ha despertado. En su lucha contra la amorfa sustancia, tira varias latas de cerveza de la mesilla de noche. Le da igual. Jacques se levanta, está vestido. Se mira. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? Ayer estaba en el puente, apunto de tirarse. Apunto de suicidarse. ¿Qué hace un día más en este mundo? Está vestido, como el día anterior. Mira rápidamente la televisión: la teletienda. Jacques queda ensimismado.
-¿Y qué hay de raro en ello?-se dice en alto-. Todos los días son iguales.
Apaga la televisión.
-He debido soñar lo del puente, he debido tener pesadillas. He dormido muy mal.
Se encamina a la calle. ¿Va a suicidarse?, decide que no, hoy no. Se pierde entre la enorme cloaca que es la ciudad. Y va sumiendose más y más en ese olor putrfacto, ese olor de ciudad, ese olor que le indica que no es el único cadáver que se está pudriendo en vida. Y de pronto está en el puento. Y pasa el camión rojo, y le grita el hombre, e incluso llega a saltar, pero en el aire la imagen se desvanece.
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se levanta de un salto. Está vestido. Mira la televisión, está puesta: la teletienda.
-¿Qué está pasando...? -susurra-.
Se encamina a la puerta, tiene que salir de esa madriguera donde su pudre. Antes de salir saca la única fotografía que posee de su marco y la guarda en el bolsillo de su chaqueta. ¿Está drogado? ¿Ha estado drogado estos días? Todo da igual cuando uno muere, si finalmente se lanza al vacío desde el puente, esta extraña sensación no puede asaltarle de nuevo. Así Jacques va a descansar. Ahora no pasea por las calles, no se pierde por ellas. Va corriendo, fatigado en dirección al puente. Pero no llega, ¿qué está pasando? ¿Por qué las calles que antes me conducían a ese condenado puente ahora me pierden en las entrañas de la ciudad? Finalmente aparece en el puente a la misma hora de las dos veces anteriores. Y está el hombre de negro gritándole. Y está el camión rojo. Y está el lanzándose al vacío.
Y vuelve a despertarse en su asqueroso apartamento. Y el Sol le da en la cara. Y está igual de vestido e igual de sucio. Y la televisión está encendida emitiendo la teletienda. Y su fotografía, en su marco.
-¡¿Qué está pasando?!-grita-.
Decide escapar. Es la ciudad. Esa maldita ciudad que vio nacer a Elisa, y que vió nacer al violador que la contagió el sida en una calle oscura. Y fue esa ciudad, la que le puso a ese ángel en su vida, para después quitárselo. Y ahora le martirizaba. Jacques coge un tren, y se va lejos de la ciudad. Y pasan los edificios, y después los pueblos, y después los campos. De nada sirve. Jacques cierra de pronto los ojos y, cuando los abre, está de nuevo en el puento. La figura negra se levanta ante él y el camión rojo pasa por debajo. Él encaramado a la barandilla, apunto de saltar. Decide escuchar al hombre que le grita por primera vez. Entonces lo oye, aunque no lo comprende.
-¡La muerte no es la liberación, sino la condena!-le grita aquel desconocido-. ¡Los suicidas no van al cielo, quedan atrapados en su muerte!
Y mientras Jacques se lanza al vacío, oye como aquel hombre ríe macabramente. Él es la muerte. Y sus suicidas están condenados a revivir una y otra vez el día de su muerte. Y siente el dolor, siente como sus huesos se machacan contra el duro asfalto, y siento sus vísceras retorciéndose en su cuerpo y siente el metal del automóvil que le atropella y siente el horrible dolor de la muerte. Comprende entonces que ha perdido su vida, ya no hay recuerdos, ya no hay nada. Está atrapado en un día, en el más mísero día de su mísera vida. Y ya no existe Elisa, ni siquiera él mismo, porque el ser humano es recuerdos, vida, felicidad: en definitiva, alma. Todo se ha esfumado, y él queda atrapado en esa macabra y desgraciada dimensión hasta el fín de los días e incluso más allá, hasta que el Universo se pliegue sobre sí, hasta que el cosmos estalle en mil pedazos y las estrellas sean absorbidas y derretidas por agujeros negros y entonces su memoria residual, ésa memoria plásmica que queda tras la muerte cuando uno, como Jacques ha perdido el alma, no quepa ya en esa dimensión y no ya su alma pues la ha perdido, sino su esencia putrefactamente degenerada, descanse por fín en paz, no en el cielo, no con Elisa, pero sí en paz.
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo...
El Hispánico
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se frota los ojos, se tapa con la mano, intentando zafarse de esta luz maldita que le ha despertado. En su lucha contra la amorfa sustancia, tira varias latas de cerveza de la mesilla de noche. Le da igual. Jacques se levanta, está vestido. Vestido y sucio. La televisión está encendida, con un estúpido canal de teletienda. Jacques tiene la sensación de haber tenido una pesadilla. Ha dormido mal, y está cansado, por lo que se tumba en el suelo, entre revistas viejas y cajas de pizza.
Tras dormitar unos minutos, finalmente Jacques se levanta del suelo. ¿Qué hizo ayer? No puede recordarlo. ¿Habrá bebido? Huele su ropa, efectivamente huele alcohol. Entonces se dirige a una mesa pequeña en el centro de la única habitación, aparte del baño, del apartamento. Hay una foto. Aparece una pareja. El hombre moreno, delgado y muy alto. La mujer, delgada, esbelta y rubia, con unos profundos ojos azules y un pelo largo y sedoso. Ella es Elisa. El otro es Jacques -o el otro Jacques que existió hace tanto-. Éste acaricia el cristal que le separa de la foto mientras, melancólicamente, le habla a la mujer.
-Hoy hace 6 meses...
Elisa estaba enferma. Elisa, esa mujer invencible, ese ángel como le llamaba Jacques -mientras ella, riendo, se burlaba de él-, esa belleza encarnada, esa personalidad arrolladora y llena de vida había muerto hacía 6 meses. Seis largos meses, con sus 180 tristes días, con sus terribles 180 noches, con sus 4320 interminables horas, con su infinidad de minutos y segundos que pesaban horriblemente en el alma de Jacques. Elisa estaba enferma de sida, y tal como vino, así se fué. ¿Habría existido de verdad? ¿Ese ángel había vivido con Jacques? ¿No era un ligero sueño? Quizás su vida fuese un sueño, o más bien un sueño convertido en pesadilla.
Jacques sale a pasear por la ciudad. La gran ciudad que un día le pareció el paraíso, donde se besaba con Elisa, donde se escabullían entre sus sombras, era hoy una asquerosa cloaca, donde los indigentes se acurrucaban en sus esquinas, las prostitutas le llamaban con sus voces rotas y las ratas se amontonaban en el metro. Pero todo eso se acabaría, ése día iría con ella, con su Elisa, con su ángel. Aún recordaba cómo en varias ocasiones había intentado infectarse del sida, contaminarse de Elisa, para irse con ella. Va llorando mientras se dirige hacia el puente. No lo había llegado a hacer porque a Elisa se le hubiese partido el alma saber que Jacques moriría de su mismo mal, contagiado por ella. Pero todo daba ya igual, ahora estarían juntos. Jacques vé a una figura oscura en el puente. Un hombre con gabardina quizás. Le grita algo. ¿Qué dirá? ¿Qué más da? Un enorme camión rojo, el más grande que Jacques ha visto nunca, pasa por debajo del puente cuando Jacques se encarama a la barandilla. Siente el viento en la cara.
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se frota los ojos, se tapa con la mano, intentando zafarse de esta luz maldita que le ha despertado. En su lucha contra la amorfa sustancia, tira varias latas de cerveza de la mesilla de noche. Le da igual. Jacques se levanta, está vestido. Se mira. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está? Ayer estaba en el puente, apunto de tirarse. Apunto de suicidarse. ¿Qué hace un día más en este mundo? Está vestido, como el día anterior. Mira rápidamente la televisión: la teletienda. Jacques queda ensimismado.
-¿Y qué hay de raro en ello?-se dice en alto-. Todos los días son iguales.
Apaga la televisión.
-He debido soñar lo del puente, he debido tener pesadillas. He dormido muy mal.
Se encamina a la calle. ¿Va a suicidarse?, decide que no, hoy no. Se pierde entre la enorme cloaca que es la ciudad. Y va sumiendose más y más en ese olor putrfacto, ese olor de ciudad, ese olor que le indica que no es el único cadáver que se está pudriendo en vida. Y de pronto está en el puento. Y pasa el camión rojo, y le grita el hombre, e incluso llega a saltar, pero en el aire la imagen se desvanece.
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo, como si de pronto el incandescente astro hubiese decidido incordiar a Jacques. Éste se levanta de un salto. Está vestido. Mira la televisión, está puesta: la teletienda.
-¿Qué está pasando...? -susurra-.
Se encamina a la puerta, tiene que salir de esa madriguera donde su pudre. Antes de salir saca la única fotografía que posee de su marco y la guarda en el bolsillo de su chaqueta. ¿Está drogado? ¿Ha estado drogado estos días? Todo da igual cuando uno muere, si finalmente se lanza al vacío desde el puente, esta extraña sensación no puede asaltarle de nuevo. Así Jacques va a descansar. Ahora no pasea por las calles, no se pierde por ellas. Va corriendo, fatigado en dirección al puente. Pero no llega, ¿qué está pasando? ¿Por qué las calles que antes me conducían a ese condenado puente ahora me pierden en las entrañas de la ciudad? Finalmente aparece en el puente a la misma hora de las dos veces anteriores. Y está el hombre de negro gritándole. Y está el camión rojo. Y está el lanzándose al vacío.
Y vuelve a despertarse en su asqueroso apartamento. Y el Sol le da en la cara. Y está igual de vestido e igual de sucio. Y la televisión está encendida emitiendo la teletienda. Y su fotografía, en su marco.
-¡¿Qué está pasando?!-grita-.
Decide escapar. Es la ciudad. Esa maldita ciudad que vio nacer a Elisa, y que vió nacer al violador que la contagió el sida en una calle oscura. Y fue esa ciudad, la que le puso a ese ángel en su vida, para después quitárselo. Y ahora le martirizaba. Jacques coge un tren, y se va lejos de la ciudad. Y pasan los edificios, y después los pueblos, y después los campos. De nada sirve. Jacques cierra de pronto los ojos y, cuando los abre, está de nuevo en el puento. La figura negra se levanta ante él y el camión rojo pasa por debajo. Él encaramado a la barandilla, apunto de saltar. Decide escuchar al hombre que le grita por primera vez. Entonces lo oye, aunque no lo comprende.
-¡La muerte no es la liberación, sino la condena!-le grita aquel desconocido-. ¡Los suicidas no van al cielo, quedan atrapados en su muerte!
Y mientras Jacques se lanza al vacío, oye como aquel hombre ríe macabramente. Él es la muerte. Y sus suicidas están condenados a revivir una y otra vez el día de su muerte. Y siente el dolor, siente como sus huesos se machacan contra el duro asfalto, y siento sus vísceras retorciéndose en su cuerpo y siente el metal del automóvil que le atropella y siente el horrible dolor de la muerte. Comprende entonces que ha perdido su vida, ya no hay recuerdos, ya no hay nada. Está atrapado en un día, en el más mísero día de su mísera vida. Y ya no existe Elisa, ni siquiera él mismo, porque el ser humano es recuerdos, vida, felicidad: en definitiva, alma. Todo se ha esfumado, y él queda atrapado en esa macabra y desgraciada dimensión hasta el fín de los días e incluso más allá, hasta que el Universo se pliegue sobre sí, hasta que el cosmos estalle en mil pedazos y las estrellas sean absorbidas y derretidas por agujeros negros y entonces su memoria residual, ésa memoria plásmica que queda tras la muerte cuando uno, como Jacques ha perdido el alma, no quepa ya en esa dimensión y no ya su alma pues la ha perdido, sino su esencia putrefactamente degenerada, descanse por fín en paz, no en el cielo, no con Elisa, pero sí en paz.
La luz del Sol entra por la ventana inundándolo todo...
El Hispánico
RELATO I
EL SUEÑO DE ADÁN
Adán despierta confuso, perdido. ¿Dónde está? Se encuentra en un lugar maravilloso, en un jardín enorme. En el jardín hay alimentos, agua y diversiones. Tiene incluso una casa en lo alto de una montaña. Adán lo inspecciona todo, maravillado. Olfatea con ansia el ambiente, todo está bien. Mira a todos sitios, está solo. De pronto un gigante se le aparece, un gigante cósmico, universal, poderoso. Es Dios. Su Dios. Dios le da la bienvenida. Dios le acaricia. Le dice que todo lo que hay ahí es suyo, que el es el Rey, que de todo es su señor. Además le trae una hembra, una compañera, una esposa, un Reina en definitiva. Y les ofrece de nuevo reinar sobre todo, ser todo. Les ordena que propaguen su prole como Reyes del Todo.
Como única condición, Dios enjaula el jardín del Edén. Los barrotes blancos, impolutos, aparecen del suelo al cielo, encerrándolo todo. La única condición es que no abandonen el jardín, les previene de que encontrarán la muerte. Les dice que tras los barrotes del Edén no hay nada, quizás sólo muerte. Adán y Eva, su compañera, aceptan. Es poco el precio que han de pagar. Y pronto nacen Caín, Abel y Seth, sus dos hijos e hija. Y Adán y Eva son felices.
Entonces Eva está pensativa. Y su marido, maravillado aún por los regalos de Dios, le pregunta qué le pasa.
-Adán, ¿no tienes curiosidad por saber qué hay después del Edén? ¿Qué hay más allá?
Adán queda pensativo. Por fín responde.
-No hay nada. Hay muerte, lo dijo Dios.
-Si hay muerte... entonces hay algo. ¿No crees?
Adán queda pensativo, de nuevo. Se cogen de la mano y se acercan a los barrotes. Tras el Edén, más allá de los confines del mundo en sus albores, se ve una niebla profunda, cósmica, gigante, universal. Todo ella como Dios. Es blanca, y más allá, lejos de la muerte, parece hallarse la eternidad. Y todo esto despierta en Adán una terrible curiosidad. La curiosidad le oprime el corazón. El corazón le oprime el cerebro. El cerebro todos sus músculos. Sus músculos le oprimen los nervios. Y los nervios le oprimen el sueño. En sueños Adán ve que viaja hasta los confines del mundo, más allá, donde encuentra a su Dios, donde él es Dios. Y Adán se despierta y corre, asustado, hasta los barrotes. Y entonces se da cuenta de que Dios les tiene encarcelados. Aún así comprende que no le odia, sigue amando a su Dios. Pero están condenados a ser libres en la esclavitud, a ser esclavos en un reducto de la libertad. Y Adán quiere ir, y volar como las aves, y oír y ver el mundo. Por que su mundo es muy pequeño, porque en su mundo apenas cabe él. Y él necesita saber, él necesita vivir. Y entonces trepa por los barrotes. Adán quiere escapar. Y cree que la mejor forma es por la parte de arriba, y entonces trepa y trepa y se cuelga de los barrotes del techo. Y va aferrándose a ellos hasta el centro, donde hay una trampilla con un orificio pequeño, donde le cabe la cabeza.
Y Adán se asoma en la Eternidad, en el exterior del Edén, en lo que es y no es. Adán se asoma al Dios ancestral, al Dios único. A su Dios. Y entonces se da cuenta, como si de un enorme espejo se tratase lo que hay fuera del Edén, que su piel está cubierta de pelo. Y aún teniendo sólo la cabeza fuera del Edén, descubre que no anda a dos patas, sino a cuatro. Y vé que sus profundos y enteros ojos negros no denotan inteligencia humana, y que sus manos no son tal, sino pequeñas patitas con uñas, inútiles para cualquier herramienta. Y descubre que no tiene nariz, sino hocico. Y vé que no tiene muelas, sino incisivos, dos grandes incisivos que se le salen de la boca. Y Adán vé que tiene bigotes, no de humano, sino de animal. Y Adán descubre, por fín, que no se llama Adán, que no es el primero de nada, que no es ni tan siquiera humano. Adán se libera de su ceguera y descubre que no es humano, que es un hámster. Adán comprende que no se llama Adán, sino Helio. Y Helio vé entonces que su compañera humana no lo es tal, que es otra hámster, y que se llama Kayla y no Eva. Y que sus hijos no son más que ratillas sin pelo, indefensas ratitas sin pelo, retorciéndose como tres gusanos, con más dientes roedores que cuerpo. Y vé que no se llaman Caín, Abel y Seth, sino Helio, Alfons y Halya. Todo a sido un sueño, todo un efímero sueño que se esfuma como el humo del fuego extinto. Y entonces comprende el encierro de Dios, y entonces envidia a Dios. Pero ya no hay vuelta atrás. Su cabeza ha quedado atascada en el orificio, mientras su cuerpo cuelga zarandeándose, desesperado, de la enorme y gigantesca jaula. Y el hámster Helio intenta zafarse, pero el hámster Helio, otrora Rey de Todo, otrora Adán, otrora humano, no puede zafarse de su trampa. Y cada vez le queda menos aire, y cada vez sus debilitados pulmones se llenan menos. Y llama a su Dios, pero su Dios, que no es más que un niño humano, no está para salvarle. Y Helio muere, como mueren todos los que un día soñaron despiertos, como mueren todos los que engañados, vivieron una irrealidad maravillosa y fallecieron en una realidad horrorosa. Y Helio muere, allí colgado.
Dedicado Helio (05/05/2003 - 27/04/2004), que, como este Adán, murió por un sueño, por conocer que había más allá de su jaula.
Adán despierta confuso, perdido. ¿Dónde está? Se encuentra en un lugar maravilloso, en un jardín enorme. En el jardín hay alimentos, agua y diversiones. Tiene incluso una casa en lo alto de una montaña. Adán lo inspecciona todo, maravillado. Olfatea con ansia el ambiente, todo está bien. Mira a todos sitios, está solo. De pronto un gigante se le aparece, un gigante cósmico, universal, poderoso. Es Dios. Su Dios. Dios le da la bienvenida. Dios le acaricia. Le dice que todo lo que hay ahí es suyo, que el es el Rey, que de todo es su señor. Además le trae una hembra, una compañera, una esposa, un Reina en definitiva. Y les ofrece de nuevo reinar sobre todo, ser todo. Les ordena que propaguen su prole como Reyes del Todo.
Como única condición, Dios enjaula el jardín del Edén. Los barrotes blancos, impolutos, aparecen del suelo al cielo, encerrándolo todo. La única condición es que no abandonen el jardín, les previene de que encontrarán la muerte. Les dice que tras los barrotes del Edén no hay nada, quizás sólo muerte. Adán y Eva, su compañera, aceptan. Es poco el precio que han de pagar. Y pronto nacen Caín, Abel y Seth, sus dos hijos e hija. Y Adán y Eva son felices.
Entonces Eva está pensativa. Y su marido, maravillado aún por los regalos de Dios, le pregunta qué le pasa.
-Adán, ¿no tienes curiosidad por saber qué hay después del Edén? ¿Qué hay más allá?
Adán queda pensativo. Por fín responde.
-No hay nada. Hay muerte, lo dijo Dios.
-Si hay muerte... entonces hay algo. ¿No crees?
Adán queda pensativo, de nuevo. Se cogen de la mano y se acercan a los barrotes. Tras el Edén, más allá de los confines del mundo en sus albores, se ve una niebla profunda, cósmica, gigante, universal. Todo ella como Dios. Es blanca, y más allá, lejos de la muerte, parece hallarse la eternidad. Y todo esto despierta en Adán una terrible curiosidad. La curiosidad le oprime el corazón. El corazón le oprime el cerebro. El cerebro todos sus músculos. Sus músculos le oprimen los nervios. Y los nervios le oprimen el sueño. En sueños Adán ve que viaja hasta los confines del mundo, más allá, donde encuentra a su Dios, donde él es Dios. Y Adán se despierta y corre, asustado, hasta los barrotes. Y entonces se da cuenta de que Dios les tiene encarcelados. Aún así comprende que no le odia, sigue amando a su Dios. Pero están condenados a ser libres en la esclavitud, a ser esclavos en un reducto de la libertad. Y Adán quiere ir, y volar como las aves, y oír y ver el mundo. Por que su mundo es muy pequeño, porque en su mundo apenas cabe él. Y él necesita saber, él necesita vivir. Y entonces trepa por los barrotes. Adán quiere escapar. Y cree que la mejor forma es por la parte de arriba, y entonces trepa y trepa y se cuelga de los barrotes del techo. Y va aferrándose a ellos hasta el centro, donde hay una trampilla con un orificio pequeño, donde le cabe la cabeza.
Y Adán se asoma en la Eternidad, en el exterior del Edén, en lo que es y no es. Adán se asoma al Dios ancestral, al Dios único. A su Dios. Y entonces se da cuenta, como si de un enorme espejo se tratase lo que hay fuera del Edén, que su piel está cubierta de pelo. Y aún teniendo sólo la cabeza fuera del Edén, descubre que no anda a dos patas, sino a cuatro. Y vé que sus profundos y enteros ojos negros no denotan inteligencia humana, y que sus manos no son tal, sino pequeñas patitas con uñas, inútiles para cualquier herramienta. Y descubre que no tiene nariz, sino hocico. Y vé que no tiene muelas, sino incisivos, dos grandes incisivos que se le salen de la boca. Y Adán vé que tiene bigotes, no de humano, sino de animal. Y Adán descubre, por fín, que no se llama Adán, que no es el primero de nada, que no es ni tan siquiera humano. Adán se libera de su ceguera y descubre que no es humano, que es un hámster. Adán comprende que no se llama Adán, sino Helio. Y Helio vé entonces que su compañera humana no lo es tal, que es otra hámster, y que se llama Kayla y no Eva. Y que sus hijos no son más que ratillas sin pelo, indefensas ratitas sin pelo, retorciéndose como tres gusanos, con más dientes roedores que cuerpo. Y vé que no se llaman Caín, Abel y Seth, sino Helio, Alfons y Halya. Todo a sido un sueño, todo un efímero sueño que se esfuma como el humo del fuego extinto. Y entonces comprende el encierro de Dios, y entonces envidia a Dios. Pero ya no hay vuelta atrás. Su cabeza ha quedado atascada en el orificio, mientras su cuerpo cuelga zarandeándose, desesperado, de la enorme y gigantesca jaula. Y el hámster Helio intenta zafarse, pero el hámster Helio, otrora Rey de Todo, otrora Adán, otrora humano, no puede zafarse de su trampa. Y cada vez le queda menos aire, y cada vez sus debilitados pulmones se llenan menos. Y llama a su Dios, pero su Dios, que no es más que un niño humano, no está para salvarle. Y Helio muere, como mueren todos los que un día soñaron despiertos, como mueren todos los que engañados, vivieron una irrealidad maravillosa y fallecieron en una realidad horrorosa. Y Helio muere, allí colgado.
Dedicado Helio (05/05/2003 - 27/04/2004), que, como este Adán, murió por un sueño, por conocer que había más allá de su jaula.
domingo, 28 de enero de 2007
MITO IV
EL ÚLTIMO MENÓN
Escondido entre las sombras, el pequeño de diez años espiaba la conversación entre su padre, el Rey, y otro hombre.
-Tengo un teoría, Majestad -decía el desconocido-.
El rey, molesto, le miraba con odio.
-Una dinastía reinante -decía-, señor mío, según opinamos en la Orden Parmenita, debe aportar a su Estado una de dos condiciones.
Menón IV, hastiado, saborea un trago de vino de la copa que sostiene con la mano derecha.
-¿Y bien, cuales son?-preguntó finalmente-.
-Una Casa Real que quiera mantenerse y mantener su Estado, debe aportar, o bien genialidad en la inestabilidad, o bien estabilidad en la mediocridad.
El monarca arquea una ceja. Nervioso, aprieta el puño izquierdo.
-¡Explíquese! -exclama-.
-Le explico, le explico. Una familia que quiera reinar generación tras generación, debe contar con reyes geniales para un país inestable. Un reino en sucesivas guerras, sublevaciones, conjuras y mentiras, necesita un jefe audaz, fuerte, valeroso, intrépido, inteligente. En definitiva, un genio. Por el contrario, en un país mediocre, pequeño quizás, sin guerras, sin sublevaciones, sin conquistas, sus gentes, sus nobles, sus generales, exigirán al Rey, si bien no una genialidad, al menos estabilidad, para que el Estado siga avanzando, al menos, como está.
-¿Y en qué categoría se supone que me encuentro yo?
El desconocido sonríe. Su sonrisa es macabra, como de otro mundo.
-Señor, usted es un rey mediocre gobernando un imperio inestable, y lo sabe.
Menón, enfurecido, arroja la copa al suelo.
-¿Osas insultarme? ¡Guardias!
El desconocido se abalanza sobre el rey y le cierra la boca con la mano derecha. El pequeño Mithas se asusta y está apunto de escabullirse de entre las sombras para pedir que ayuden a su padre cuando el desconocido le suelta y prosigue el diálogo.
-Está en mis manos, rey Menón, sabe que mi congregación le vigila. ¿Quieres el exilio, la pobreza? Ya hablaremos de todo esto, pero no te consentiré ninguna insolencia.
El desconocido, un hombre alto, más joven que su padre, de tez morena y cabellos oscuros y rizados, sale de la estancia. El rey queda sólo, pensativo.
Mithas era un niño inteligente, que disfrutaba espiando a cualquiera de la corte. Su madre, Olimpia, gustaba de los chismes que el niño oía por todas partes, y en más de una ocasión, el príncipe había ayudado a resolver casos de robos y desapariciones. Conocía todos los rincones de palacio y a todos los que lo poblaban. Desde hacía meses, una extraña organización, llamada "Orden Parmenita", se había afincado en en el Palacio de Apuenea, la capital del reino. Sus padres andaban nerviosos y algunos de sus tíos y primos estaban desapareciendo. Cuando Mithas vio desfilar a los parmenistas, vestidos con túnicas negras, hacia el salón del trono les siguió. Dentro se encontraba su padre hablando con la veintena de parmenitas.
-...¿y si acepto seré rey hasta mi muerte?-oyó Mithas a su padre-.
-Así es, Menón. Como ve, Majestad, es una propuesta razonable.
Menón quedó callado, pensativo. Abrió la boca para añadir algo cuando las puertas de bronce se abrieron de pronto e irrumpió una mujer esbelta, joven, de cabellera castaña y suave, que Mithas conocía muy bien.
-¡Menón, nos han traicionado! ¡No se la des, han asesinado a todos tus hermanos! ¡El palacio está tomado!
El rostro del rey fue invadido por la sorpresa y la ira.
-¿Y a tí qué más te da, Menón? -le espetó el hombre que días atrás le había tapado la boca con la mano-. Recuerda lo que te expliqué, ¿de veras creías que ibamos a dejar vivir a tu familia, a tu prole? Pero eso a tí no te incumbe. Todos tus antecesores sacrificaron a alguien de su familia, conjuraron contra ellos para conseguir que hoy tú estuvieses aquí.
Menón se levantó, furioso, e intetó abalanzarse contra aquel hombre.
-¡Te voy a matar, Agenón!
Al intentarlo, los allí presentes le rodearon y sacaron sendas dagas, y apresaron a Olimpia, la reina.
-Te he propuesto un trato y has aceptado. A cambio de la Llave de Zeus, que nos conferirá el poder a la Orden Parmenita, tú serías nuestro rey hasta tu muerte. ¿Dónde está la llave?
-¡Me prometiste que mi familia viviría! ¡Qué cuando yo dejase este mundo ellos conservarían títulos y riquezas, y que participarían en el gobierno del reino!
Agenón, el líder, rió.
-Resultas muy molesto, ¿sabes? ¡Generación tras generación tu familia sólo ha dado reyezuelos que asesinaron y traicionaron a sus hermanos, padres, madres, esposas e hijos por el poder! Y llegas tú, el último de ellos, y resultas ser todo un moralista. ¿Dónde está la Llave de Zeus?, ¡ya!
Entonces le golpeó en el estómago y Menón cayó de rodillas al suelo, pero no dijo nada. Mithas sentía cada vez más miedo, y quería correr con su madre, pero ésta estaba sujeta por dos hombres.
-Muy bien, Menón, llegó la hora. Te hemos hecho una propuesta que has rechazado. Llevadlo al altar. Y que su esposa la vea todo.
Los otros le obedecieron rápidamente y colocaron al rey en un pequeño altar al fondo de la sala, cerca de donde Mithas se encontraba escondido entre unos muebles y una columna. A los diez minutos, llegaron decenas y decenas de parmenitas, que inundaron la amplia sala de tonos negros.
-Servidores parmenitas, ha llegado la hora. Éste es el Rey, que hoy será torturado, junto con su esposa, hasta que nos revele dónde se encuentra el Tesoro de los Dragones, la Llave de Zeus.
Las torturas, para horror de Mithas, duraron horas hasta que Menón confesó el lugar en el que se escondía el tesoro más valioso de su familia. Dos parmenitas fueron a donde les había indicado el rey y, casi media hora después, llegaron con la preciada pieza. A Agenón le brillaron los ojos de codicia.
Agenón sacó de entre su túnica una gran espada plateada y miró el cuerpo ensagrentado.
-Sólo tenías que haber hecho lo que todos tus antepasados hicieron y ahora seguirías vivo -le susurró-. Parmenitas, nuestra causa llega a su cúspide -se dirigió elevando la voz a los congregados-.
Mithas tuvo que ahogar un grito de terror cuando el arma se clavó en las entrañas de su padre. Agenón alzó la espada ensagrentada, dejando tras de sí el cuerpo sin vida del Rey.
-Hermanos, hemos cumplido nuestro acometido. Desde que en tiempos de Kaltos I descubriésemos el Libro de Parmenio, en el que nuestro Señor nos enseñaba la receta de la inmortalidad y el poder, hemos luchado por acabar con los descendientes podridos de su hermano Menón. Kaltos I exterminó a los descendientes de Parmenio cuando venció a los dragones, hoy nosotros hemos vencido a Kaltos encarnado en la sangre de sus descendientes. He aquí, en esta espada, la sangre del rey Menón IV, hijo de Menón III, nieto de Kaltos III, hijo de Menón II, de Kaltos II, hijo de Epira, hija de Kaltos I, nieto de Menón I, hermano de Parmenio Nuestro Señor. Hoy comienza el Nuevo Imperio bajo la República de los Parmenitas.
Agenón hizo una pausa. Uno de los parmenitas sacó un libro y lo leyó en alto.
-La profecía de Parmenio el Grande nos dice: "Y escribo estas líneas porque sé que la Muerte ha entrado en mi palacio. Y he visto que, muy probablemente, mi amado hermano Menón me asesinará imbuido por ésta y mi ansiada y casi conseguida eternidad morirá conmigo. Pero habrán de saber los que me sigan que hasta que la prole de mi hermano quede extinta por su traición, no volverá la Eternidad a Apuenea y la Muerte será vencida. Por ello, cuando la sangre de Menón el Traidor roce la Llave de Zeus, un tesoro que caerá en manos de sus sucesores, mis seguidores, en mi muerte eterna, se sumirán en el llamado Sueño de Epira, que será una reina descendiente de Menón. Y puesto que no quedará un sólo descendiente de mi hermano, despertarán diez días más tarde en una Apuenea nueva, gloriosa, imperial. Y los precursores de la República Parmenita, los miembros de la Orden, será eternos semidioses y gobernarán el mundo por el resto de los días. Pero guárdense de activar la Llave si la prole de mi hermano no ha muerto, pues el dragón Isdris y sus súbditos resucitarán y les devorarán".
Agenón sostenía en la mano derecha la espada ensagrentada y en la izquierda la Llave de Zeus. Todo el tiempo de espera, años de intrigas, le darían su preciado premio. Generación tras generación, su familia había servido a la Orden. Pero ahora dudaba de que todos los descendientes de Menón hubiesen muerto, ¿estaba seguro? "Sí, de eso ya se han encargado mis hombres. No queda ninguno, estoy seguro". Y entonces tocó con el filo manchado de la espada de la sangre de Menón VI, descendiente directo de Menón I, la Llave de Zeus. La luz inundó la sala y los parmenitas comenzaron a caer al suelo como si de cadáveres se tratasen, sumergiéndose en el Sueño de Epira. Y de pronto, cuando Agenón estaba cayendo en un sueño profundo, cruzó un niño corriendo, yu él le reconoció: era el príncipe Mithas. No habían acabado con la descendencia de Menón. Pero ya era tarde, el pequeño escapó mientras él dormía.
Y Mithas y su madre Olimpia escaparon, aunque ella falleció a los pocos días por las heridas causadas. El pequeño corrió para escapar de Apuenea, donde toda la corte de palacio había quedado dormida en un profundo sueño. Y corrió y corrió por los caminos, y atravesó ciudades y cruzó los bosques hasta que llegó, exhausto, hasta el mar. Y él no lo supo, pero diez días más tarde, los parmenitas despertaron del Sueño de Epira, un sueño magnífico que les devolvería a una realidad aún mejor. Pero no fué así. Cuando Agenón despertó y descubrió, horrorizado, a los dragones, recordó que la descendencia de Menón, el último sucesor, seguía vivo e Isdris y sus dragones habrían de devorarlos a todos. Y les quemaron con sus ardientes alientos a todos. Y destruyeron Apuenea, la ciudad de las mentiras, hasta sus cimientos. Y todos los apuenenses, menos uno, Mithas, murieron devorados por los dragones. Y los dragones reinaron por 40 años, tiempo que sobrevivió Mithas, pues ellos se alimentaban de su vida. Y Mithas olvidó quién era, olvidó dónde había nacido, olvidó quienes fueron sus padres y el traumático sacrificio que había presenciado. Y así se salvó Mithas, puesto que destruida Apuenea, destruida la Orden Parmenita, destruidos sus recuerdos, nadá quedó en Mithas de la sangre que corrompía a su familia. Y así fue que se casó y tuvodos hijos, y que sin saber por qué, les llamó Parmenio y Menón. Pero su historia no volvió a repetirse, porque había quedado libre de la maldición espiral de la miseria. Y fue un hombre sencillo y vivió sencillamente y se salvó y su prole se salvó. Y la conjura y la traición quedaron exiliadas de su sangre.
Escondido entre las sombras, el pequeño de diez años espiaba la conversación entre su padre, el Rey, y otro hombre.
-Tengo un teoría, Majestad -decía el desconocido-.
El rey, molesto, le miraba con odio.
-Una dinastía reinante -decía-, señor mío, según opinamos en la Orden Parmenita, debe aportar a su Estado una de dos condiciones.
Menón IV, hastiado, saborea un trago de vino de la copa que sostiene con la mano derecha.
-¿Y bien, cuales son?-preguntó finalmente-.
-Una Casa Real que quiera mantenerse y mantener su Estado, debe aportar, o bien genialidad en la inestabilidad, o bien estabilidad en la mediocridad.
El monarca arquea una ceja. Nervioso, aprieta el puño izquierdo.
-¡Explíquese! -exclama-.
-Le explico, le explico. Una familia que quiera reinar generación tras generación, debe contar con reyes geniales para un país inestable. Un reino en sucesivas guerras, sublevaciones, conjuras y mentiras, necesita un jefe audaz, fuerte, valeroso, intrépido, inteligente. En definitiva, un genio. Por el contrario, en un país mediocre, pequeño quizás, sin guerras, sin sublevaciones, sin conquistas, sus gentes, sus nobles, sus generales, exigirán al Rey, si bien no una genialidad, al menos estabilidad, para que el Estado siga avanzando, al menos, como está.
-¿Y en qué categoría se supone que me encuentro yo?
El desconocido sonríe. Su sonrisa es macabra, como de otro mundo.
-Señor, usted es un rey mediocre gobernando un imperio inestable, y lo sabe.
Menón, enfurecido, arroja la copa al suelo.
-¿Osas insultarme? ¡Guardias!
El desconocido se abalanza sobre el rey y le cierra la boca con la mano derecha. El pequeño Mithas se asusta y está apunto de escabullirse de entre las sombras para pedir que ayuden a su padre cuando el desconocido le suelta y prosigue el diálogo.
-Está en mis manos, rey Menón, sabe que mi congregación le vigila. ¿Quieres el exilio, la pobreza? Ya hablaremos de todo esto, pero no te consentiré ninguna insolencia.
El desconocido, un hombre alto, más joven que su padre, de tez morena y cabellos oscuros y rizados, sale de la estancia. El rey queda sólo, pensativo.
Mithas era un niño inteligente, que disfrutaba espiando a cualquiera de la corte. Su madre, Olimpia, gustaba de los chismes que el niño oía por todas partes, y en más de una ocasión, el príncipe había ayudado a resolver casos de robos y desapariciones. Conocía todos los rincones de palacio y a todos los que lo poblaban. Desde hacía meses, una extraña organización, llamada "Orden Parmenita", se había afincado en en el Palacio de Apuenea, la capital del reino. Sus padres andaban nerviosos y algunos de sus tíos y primos estaban desapareciendo. Cuando Mithas vio desfilar a los parmenistas, vestidos con túnicas negras, hacia el salón del trono les siguió. Dentro se encontraba su padre hablando con la veintena de parmenitas.
-...¿y si acepto seré rey hasta mi muerte?-oyó Mithas a su padre-.
-Así es, Menón. Como ve, Majestad, es una propuesta razonable.
Menón quedó callado, pensativo. Abrió la boca para añadir algo cuando las puertas de bronce se abrieron de pronto e irrumpió una mujer esbelta, joven, de cabellera castaña y suave, que Mithas conocía muy bien.
-¡Menón, nos han traicionado! ¡No se la des, han asesinado a todos tus hermanos! ¡El palacio está tomado!
El rostro del rey fue invadido por la sorpresa y la ira.
-¿Y a tí qué más te da, Menón? -le espetó el hombre que días atrás le había tapado la boca con la mano-. Recuerda lo que te expliqué, ¿de veras creías que ibamos a dejar vivir a tu familia, a tu prole? Pero eso a tí no te incumbe. Todos tus antecesores sacrificaron a alguien de su familia, conjuraron contra ellos para conseguir que hoy tú estuvieses aquí.
Menón se levantó, furioso, e intetó abalanzarse contra aquel hombre.
-¡Te voy a matar, Agenón!
Al intentarlo, los allí presentes le rodearon y sacaron sendas dagas, y apresaron a Olimpia, la reina.
-Te he propuesto un trato y has aceptado. A cambio de la Llave de Zeus, que nos conferirá el poder a la Orden Parmenita, tú serías nuestro rey hasta tu muerte. ¿Dónde está la llave?
-¡Me prometiste que mi familia viviría! ¡Qué cuando yo dejase este mundo ellos conservarían títulos y riquezas, y que participarían en el gobierno del reino!
Agenón, el líder, rió.
-Resultas muy molesto, ¿sabes? ¡Generación tras generación tu familia sólo ha dado reyezuelos que asesinaron y traicionaron a sus hermanos, padres, madres, esposas e hijos por el poder! Y llegas tú, el último de ellos, y resultas ser todo un moralista. ¿Dónde está la Llave de Zeus?, ¡ya!
Entonces le golpeó en el estómago y Menón cayó de rodillas al suelo, pero no dijo nada. Mithas sentía cada vez más miedo, y quería correr con su madre, pero ésta estaba sujeta por dos hombres.
-Muy bien, Menón, llegó la hora. Te hemos hecho una propuesta que has rechazado. Llevadlo al altar. Y que su esposa la vea todo.
Los otros le obedecieron rápidamente y colocaron al rey en un pequeño altar al fondo de la sala, cerca de donde Mithas se encontraba escondido entre unos muebles y una columna. A los diez minutos, llegaron decenas y decenas de parmenitas, que inundaron la amplia sala de tonos negros.
-Servidores parmenitas, ha llegado la hora. Éste es el Rey, que hoy será torturado, junto con su esposa, hasta que nos revele dónde se encuentra el Tesoro de los Dragones, la Llave de Zeus.
Las torturas, para horror de Mithas, duraron horas hasta que Menón confesó el lugar en el que se escondía el tesoro más valioso de su familia. Dos parmenitas fueron a donde les había indicado el rey y, casi media hora después, llegaron con la preciada pieza. A Agenón le brillaron los ojos de codicia.
Agenón sacó de entre su túnica una gran espada plateada y miró el cuerpo ensagrentado.
-Sólo tenías que haber hecho lo que todos tus antepasados hicieron y ahora seguirías vivo -le susurró-. Parmenitas, nuestra causa llega a su cúspide -se dirigió elevando la voz a los congregados-.
Mithas tuvo que ahogar un grito de terror cuando el arma se clavó en las entrañas de su padre. Agenón alzó la espada ensagrentada, dejando tras de sí el cuerpo sin vida del Rey.
-Hermanos, hemos cumplido nuestro acometido. Desde que en tiempos de Kaltos I descubriésemos el Libro de Parmenio, en el que nuestro Señor nos enseñaba la receta de la inmortalidad y el poder, hemos luchado por acabar con los descendientes podridos de su hermano Menón. Kaltos I exterminó a los descendientes de Parmenio cuando venció a los dragones, hoy nosotros hemos vencido a Kaltos encarnado en la sangre de sus descendientes. He aquí, en esta espada, la sangre del rey Menón IV, hijo de Menón III, nieto de Kaltos III, hijo de Menón II, de Kaltos II, hijo de Epira, hija de Kaltos I, nieto de Menón I, hermano de Parmenio Nuestro Señor. Hoy comienza el Nuevo Imperio bajo la República de los Parmenitas.
Agenón hizo una pausa. Uno de los parmenitas sacó un libro y lo leyó en alto.
-La profecía de Parmenio el Grande nos dice: "Y escribo estas líneas porque sé que la Muerte ha entrado en mi palacio. Y he visto que, muy probablemente, mi amado hermano Menón me asesinará imbuido por ésta y mi ansiada y casi conseguida eternidad morirá conmigo. Pero habrán de saber los que me sigan que hasta que la prole de mi hermano quede extinta por su traición, no volverá la Eternidad a Apuenea y la Muerte será vencida. Por ello, cuando la sangre de Menón el Traidor roce la Llave de Zeus, un tesoro que caerá en manos de sus sucesores, mis seguidores, en mi muerte eterna, se sumirán en el llamado Sueño de Epira, que será una reina descendiente de Menón. Y puesto que no quedará un sólo descendiente de mi hermano, despertarán diez días más tarde en una Apuenea nueva, gloriosa, imperial. Y los precursores de la República Parmenita, los miembros de la Orden, será eternos semidioses y gobernarán el mundo por el resto de los días. Pero guárdense de activar la Llave si la prole de mi hermano no ha muerto, pues el dragón Isdris y sus súbditos resucitarán y les devorarán".
Agenón sostenía en la mano derecha la espada ensagrentada y en la izquierda la Llave de Zeus. Todo el tiempo de espera, años de intrigas, le darían su preciado premio. Generación tras generación, su familia había servido a la Orden. Pero ahora dudaba de que todos los descendientes de Menón hubiesen muerto, ¿estaba seguro? "Sí, de eso ya se han encargado mis hombres. No queda ninguno, estoy seguro".
Y Mithas y su madre Olimpia escaparon, aunque ella falleció a los pocos días por las heridas causadas. El pequeño corrió para escapar de Apuenea, donde toda la corte de palacio había quedado dormida en un profundo sueño. Y corrió y corrió por los caminos, y atravesó ciudades y cruzó los bosques hasta que llegó, exhausto, hasta el mar. Y él no lo supo, pero diez días más tarde, los parmenitas despertaron del Sueño de Epira, un sueño magnífico que les devolvería a una realidad aún mejor. Pero no fué así. Cuando Agenón despertó y descubrió, horrorizado, a los dragones, recordó que la descendencia de Menón, el último sucesor, seguía vivo e Isdris y sus dragones habrían de devorarlos a todos. Y les quemaron con sus ardientes alientos a todos. Y destruyeron Apuenea, la ciudad de las mentiras, hasta sus cimientos. Y todos los apuenenses, menos uno, Mithas, murieron devorados por los dragones. Y los dragones reinaron por 40 años, tiempo que sobrevivió Mithas, pues ellos se alimentaban de su vida. Y Mithas olvidó quién era, olvidó dónde había nacido, olvidó quienes fueron sus padres y el traumático sacrificio que había presenciado. Y así se salvó Mithas, puesto que destruida Apuenea, destruida la Orden Parmenita, destruidos sus recuerdos, nadá quedó en Mithas de la sangre que corrompía a su familia. Y así fue que se casó y tuvodos hijos, y que sin saber por qué, les llamó Parmenio y Menón. Pero su historia no volvió a repetirse, porque había quedado libre de la maldición espiral de la miseria. Y fue un hombre sencillo y vivió sencillamente y se salvó y su prole se salvó. Y la conjura y la traición quedaron exiliadas de su sangre.
jueves, 25 de enero de 2007
MITO III
EPIRA DE GRECIA
Epira siempre odió ser mujer. En aquella Grecia de los albores de los tiempos, la mujer se encontraba relegada a la insignificancia más vil. Por ello, generación tras generación, cientos de mujeres que ambicionaban el poder y la fama, tramaban los hilos de conjura y traición a través de sus hijos, maridos y hermanos, con los que dominaban reinos y regían las vidas de miles de súbditos.
Se decía que sobre el emperador Kaltos, Señor de todas las Grecias, había caído una maldición: sus diferentes esposas sólo parían niñas. En realidad eso al monarca no le importaba, a pesar de las preocupaciones de sus consejeros, nobles y hombres de confianza. Kaltos siempre fue un hombre práctico, él para ser Rey había tenido que viajar cientos de kilómetros, engañar a los últimos dragones vivos sobre la Tierra y acabar con Isdris, el último de ellos, y robarle todos sus tesoros. Nunca tuvo ningún afecto por ninguna de sus hijas, ni por sus esposas, no tenía la capacidad de amar. Y mucho menos le preocupaba la situación en que ellas quedarían tras su muerte, sin un hermano varón que al sucederle, se responsabilizaría de la situación de sus hermanas. Él se había hecho a sí mismo, y le era indiferente el destino de su prole.
Epira no iba a consentir aquello. Si ya una mujer era insignificante aún cuando era hija de un emperador, mucho más lo sería expulsada de su palacio, renegada y despojada de sus títulos y privilegios. Y no lo consintió. Cumplidos 17 años, a Epira se le casó con el mayor patán de toda Grecia, pero un guerrero formidable y un noble con muchas posibilidades de suceder a su padre. Durante más de una década, la joven aguantó palizas, vejaciones, humillaciones. Todo por un fín, todo por el fín. Cada día era más desdichada, pero cada día sabía que estaba más cercana a ser la señora de aquellas tierras. Con cada paliza, estaba más cerca del trono. Con cada vejación, estaba más cerca de heredar los tesoros de su familia. Con su marido había hecho un pacto, una vez consiguiesen acceder al trono, él sería el Rey, pero en secreto, serían ambos quienes gobernasen el Imperio. Las noches en que Epira se acostaba magullada por las palizas de Zeunión, su esposo, eran precisamente en las que sus sueños eran más dulces, como si su espíritu intentase consolar al cuerpo herido. Y ella era feliz.
Lo cierto era que las hijas del Emperador, excepto un reducido grupo de ellas, vivían bastante mal. Llegaban a ser unas 20, y Epira se encontraba marginada, pese a ser la mayor, entre el grupo menos favorecido, por ser su madre de una categoría nobiliaria inferior a las de las demás. Muchas veces se despertaba sudorosa en mitad de la noche, tras haber soñado que lucía una espléndida corona, que vestía los mejores trajes y que los ejércitos estaban bajo sus órdenes. Lloraba en silencio, y a veces deseaba su muerte. Si hubiese muerto mientras soñaba aquellas magníficas imágenes, habría sido feliz, pero siempre, sin remedio, volvía a la cruda realidad.
Finalmente Kaltos murió un caluroso día de verano. Las únicas que lloraron su muerte, fueron sus hijas y esposas predilectas. Sus soldados y consejeros, y la corte, quedaron preocupados, con la muerte del emperador sabían que sucesivas guerras se sucederían. En su incineración, ya Epira puso en marcha su plan. Desde hacía tiempo, gracias a sus influencias en palacio y a las riquezas de su esposo, había creado entorno a ella una camarilla afín a su esposo en la corte y a varios generales en el ejército. Años de arduo trabajo, años de sufrimiento, años de aguantarlo todo por el poder, llegaban ahora a su fín. Ahora tendría su recompensa. Ahora sería la Emperatriz.
Apenas unos meses después, y tras varios misteriosos asesinatos y enfrentamientos sin mayor importancia entre distintos sectores del ejército, Zeunión fue coronado Emperador. Y gracias a su esposa, ninguno de los territorios se perdieron, ninguno de los generales se sublevaron. El pacto secreto se cumplió, y nada hacía Zeunión sin el consentimiento de su esposa. Unos años más tardes, Zeunión murió y le sucedió el hijo de ambos, Kaltos II. Epira era realmente la gobernante, pues el joven rey confiaba ciegamente en ella. Con el paso del tiempo, su sueño perfecto, su reinado ansiado, se había transformado para la reina Epira en una condena. No era el paraíso que había esperado desde su infancia. Nada para ella era fácil: con el transcurso de los años, con las victorias y las derrotas, siempre Epira debía estar alerta. Había desafiado al destino, nunca debió ser reina, y jamás podía desatender los asuntos de Estado. Amaba a su hijo más que a nadie en el mundo, y precisamente por ello le protegía sabiendo su incapacidad para reinar. En 20 años había envejecido 40. Veía conjuras en su contra por todas partes, oía planes de sublevaciones constantemente, y creía ver la sombra de un asesino que venía por ella todas las noches. Andaba nerviosa, desquiciada, con un temor infinito de perder lo que con tanto sufrimiento había conseguido. Sus dulces sueños se habían transformado en pesadillas, en las que aparecía destronada y pobre. Como tantos años antes, se despertaba sudorosa, volviendo a la realidad, que era mejor que sus pesadillas.
A los generales no les gustaba Epira, ni el poder que ella iba cobrando con el transcurso de los años. La traición se consumó rápida y efectivamente. Al emperador Kaltos II costó convencerle, pero finalmente le volvieron en contra de su madre. Cuando uno de los generales llegó a palacio y comunicó a Epira, con toda su arrogancia, que ya no era nadie en Grecia, ésta montó en cólera. Segura, decidida, confiada, corrió por las estancias hasta llegar al salón del trono, donde su hijo se encontraba reunido.
-¡Kaltos! ¡Hijo mío! ¡Mi rey y señor! -dijo la madre acercándose a él-, ¿sabeis de la infamia que me padece? ¿sabeis los insultos proferidos a mi persona por un general necio?
Su hijo callaba. Miraba a un lado, eludiendo la posesiva mirada de aquella madre. Y Epira lo supo, Epira lo comprendió todo. Su hijo del alma, aquel hijo que sostenía esa corona gracias a ella, que lo era todo gracias a ella, la repudiaba. Que sus años de miseria volvían de nuevo, que las traciones de nada habían servido, que todo lo que había maquinado no era más que un sueño. Que su reinado, su poder, se escurría entre sus dedos irremediablemente como si de arena del mar se tratase, que su época se la llevaba cual humo por el viento.
Y entonces, abandonada, despojada de todo, más mísera que cuando era una de las muchas hijas de Kaltos I, por fín fue verdaderamente señora, reina, emperatriz. Sucia, moribunda, más anciana que nunca, se sumión un día en un profundo sueño, feliz y eterno, del que nunca hubo de despertar. Y por primera vez fue feliz, verdaderamente feliz. Y soñó para siempre que era pobre y vulgar, pero por ello mismo, la más afortunada de los mortales, pues ni condenas, preocupaciones, traiciones la acechaban. Era simplemente Epira.
Epira siempre odió ser mujer. En aquella Grecia de los albores de los tiempos, la mujer se encontraba relegada a la insignificancia más vil. Por ello, generación tras generación, cientos de mujeres que ambicionaban el poder y la fama, tramaban los hilos de conjura y traición a través de sus hijos, maridos y hermanos, con los que dominaban reinos y regían las vidas de miles de súbditos.
Se decía que sobre el emperador Kaltos, Señor de todas las Grecias, había caído una maldición: sus diferentes esposas sólo parían niñas. En realidad eso al monarca no le importaba, a pesar de las preocupaciones de sus consejeros, nobles y hombres de confianza. Kaltos siempre fue un hombre práctico, él para ser Rey había tenido que viajar cientos de kilómetros, engañar a los últimos dragones vivos sobre la Tierra y acabar con Isdris, el último de ellos, y robarle todos sus tesoros. Nunca tuvo ningún afecto por ninguna de sus hijas, ni por sus esposas, no tenía la capacidad de amar. Y mucho menos le preocupaba la situación en que ellas quedarían tras su muerte, sin un hermano varón que al sucederle, se responsabilizaría de la situación de sus hermanas. Él se había hecho a sí mismo, y le era indiferente el destino de su prole.
Epira no iba a consentir aquello. Si ya una mujer era insignificante aún cuando era hija de un emperador, mucho más lo sería expulsada de su palacio, renegada y despojada de sus títulos y privilegios. Y no lo consintió. Cumplidos 17 años, a Epira se le casó con el mayor patán de toda Grecia, pero un guerrero formidable y un noble con muchas posibilidades de suceder a su padre. Durante más de una década, la joven aguantó palizas, vejaciones, humillaciones. Todo por un fín, todo por el fín. Cada día era más desdichada, pero cada día sabía que estaba más cercana a ser la señora de aquellas tierras. Con cada paliza, estaba más cerca del trono. Con cada vejación, estaba más cerca de heredar los tesoros de su familia. Con su marido había hecho un pacto, una vez consiguiesen acceder al trono, él sería el Rey, pero en secreto, serían ambos quienes gobernasen el Imperio. Las noches en que Epira se acostaba magullada por las palizas de Zeunión, su esposo, eran precisamente en las que sus sueños eran más dulces, como si su espíritu intentase consolar al cuerpo herido. Y ella era feliz.
Lo cierto era que las hijas del Emperador, excepto un reducido grupo de ellas, vivían bastante mal. Llegaban a ser unas 20, y Epira se encontraba marginada, pese a ser la mayor, entre el grupo menos favorecido, por ser su madre de una categoría nobiliaria inferior a las de las demás. Muchas veces se despertaba sudorosa en mitad de la noche, tras haber soñado que lucía una espléndida corona, que vestía los mejores trajes y que los ejércitos estaban bajo sus órdenes. Lloraba en silencio, y a veces deseaba su muerte. Si hubiese muerto mientras soñaba aquellas magníficas imágenes, habría sido feliz, pero siempre, sin remedio, volvía a la cruda realidad.
Finalmente Kaltos murió un caluroso día de verano. Las únicas que lloraron su muerte, fueron sus hijas y esposas predilectas. Sus soldados y consejeros, y la corte, quedaron preocupados, con la muerte del emperador sabían que sucesivas guerras se sucederían. En su incineración, ya Epira puso en marcha su plan. Desde hacía tiempo, gracias a sus influencias en palacio y a las riquezas de su esposo, había creado entorno a ella una camarilla afín a su esposo en la corte y a varios generales en el ejército. Años de arduo trabajo, años de sufrimiento, años de aguantarlo todo por el poder, llegaban ahora a su fín. Ahora tendría su recompensa. Ahora sería la Emperatriz.
Apenas unos meses después, y tras varios misteriosos asesinatos y enfrentamientos sin mayor importancia entre distintos sectores del ejército, Zeunión fue coronado Emperador. Y gracias a su esposa, ninguno de los territorios se perdieron, ninguno de los generales se sublevaron. El pacto secreto se cumplió, y nada hacía Zeunión sin el consentimiento de su esposa. Unos años más tardes, Zeunión murió y le sucedió el hijo de ambos, Kaltos II. Epira era realmente la gobernante, pues el joven rey confiaba ciegamente en ella. Con el paso del tiempo, su sueño perfecto, su reinado ansiado, se había transformado para la reina Epira en una condena. No era el paraíso que había esperado desde su infancia. Nada para ella era fácil: con el transcurso de los años, con las victorias y las derrotas, siempre Epira debía estar alerta. Había desafiado al destino, nunca debió ser reina, y jamás podía desatender los asuntos de Estado. Amaba a su hijo más que a nadie en el mundo, y precisamente por ello le protegía sabiendo su incapacidad para reinar. En 20 años había envejecido 40. Veía conjuras en su contra por todas partes, oía planes de sublevaciones constantemente, y creía ver la sombra de un asesino que venía por ella todas las noches. Andaba nerviosa, desquiciada, con un temor infinito de perder lo que con tanto sufrimiento había conseguido. Sus dulces sueños se habían transformado en pesadillas, en las que aparecía destronada y pobre. Como tantos años antes, se despertaba sudorosa, volviendo a la realidad, que era mejor que sus pesadillas.
A los generales no les gustaba Epira, ni el poder que ella iba cobrando con el transcurso de los años. La traición se consumó rápida y efectivamente. Al emperador Kaltos II costó convencerle, pero finalmente le volvieron en contra de su madre. Cuando uno de los generales llegó a palacio y comunicó a Epira, con toda su arrogancia, que ya no era nadie en Grecia, ésta montó en cólera. Segura, decidida, confiada, corrió por las estancias hasta llegar al salón del trono, donde su hijo se encontraba reunido.
-¡Kaltos! ¡Hijo mío! ¡Mi rey y señor! -dijo la madre acercándose a él-, ¿sabeis de la infamia que me padece? ¿sabeis los insultos proferidos a mi persona por un general necio?
Su hijo callaba. Miraba a un lado, eludiendo la posesiva mirada de aquella madre. Y Epira lo supo, Epira lo comprendió todo. Su hijo del alma, aquel hijo que sostenía esa corona gracias a ella, que lo era todo gracias a ella, la repudiaba. Que sus años de miseria volvían de nuevo, que las traciones de nada habían servido, que todo lo que había maquinado no era más que un sueño. Que su reinado, su poder, se escurría entre sus dedos irremediablemente como si de arena del mar se tratase, que su época se la llevaba cual humo por el viento.
Y entonces, abandonada, despojada de todo, más mísera que cuando era una de las muchas hijas de Kaltos I, por fín fue verdaderamente señora, reina, emperatriz. Sucia, moribunda, más anciana que nunca, se sumión un día en un profundo sueño, feliz y eterno, del que nunca hubo de despertar. Y por primera vez fue feliz, verdaderamente feliz. Y soñó para siempre que era pobre y vulgar, pero por ello mismo, la más afortunada de los mortales, pues ni condenas, preocupaciones, traiciones la acechaban. Era simplemente Epira.
miércoles, 3 de enero de 2007
MITO II
EL PRÍNCIPE Y EL DRAGÓN
Hacia tiempo que Isdris, uno de los cinco Reyes de los Dragones, había muerto en aquella aldea polvorienta de Turquía. Y en cambio, el joven príncipe sabía que no era cierto, que aquel demonio seguía escondido entre aquellas llanuras, guardando los tesoros de su ciudad, habiéndole robado la dignidad a su familia. Mientras su ejército se asentó en la estepa, Kaltos, el príncipe y dos de sus hombres se dirigieron a la aldea. Supo por un viejo del lugar que Isdris se ocultaba en las montañas del Sur, en una enorme caverna y que salía de ella sólo una noche al mes para cazar y beber. El príncipe y sus hombres se dirigieron hasta aquel lugar. Tardaron dos semanas y atravesaron buena parte de la península, pero por fin llegaron a la morada del dragón. Isdris, como todos los de su especie, era un ser avaro y codicioso, cuyos asaltos a las ciudades tenían como única finalidad la de arrebatar sus tesoros y guardarlos celosamente en su caverna. Los hombres acamparon en las cercanías y se dispusieron a esperar que el animal abandonase la cueva. Esto ocurrió al tercer día cuando, en la noche, Isdris salió a alimentarse. No vio a los soldados camuflados entre los arbustos. Para cuando volvió, la mitad de su tesoro había desaparecido. Isdris rugió furioso, golpeó las paredes de la caverna, escupió fuego y se lanzó al vuelo a buscar a los ladrones. Encontró al ejercito de Kaltos dos días más tarde y, habiéndolos acorralado, los devoró uno por uno hasta dejar sólo a su príncipe. Cuando le fue a devorar, el joven se dirigió a él:
-Óyeme, dragón Isdris. Soy Kaltos, hijo de Urdión, hijo de Menón, Rey de Apuenea. Entre mis ropas, entre mis carnes, he escondido gemas, coronas, diamantes y brazaletes. Devórame y al llegar a tu estómago, el oro y la plata se derretirán en tus ardientes entrañas y morirás.
Recordó entonces la bestia que la ciudad de Apuenea había sido una de las últimas que había asaltado, cuando aún el rey Menón la gobernaba. Isdris, inquieto, rugía furioso.
-Puedo matarte sin la necesidad de devorarte -le contestó Isdris-.
-Pero perderías la Llave de Zeus, tu mayor tesoro, que he escondido entre mis ropas y cuyo material es tan frágil que se rompería al menor golpe. Y sabes que esta llave te trae la buena suerte y mantiene cualquier desgracia alejada de ti. Sin ella, caerá pronto sobre ti alguna maldición.
El dragón, ya fuera de sí, comenzó a escupir fuego, rugir, patalear y destrozar cuanto árbol, montaña o animal encontrase.
-¡Devuélvemela!
-¡Si tú devuelves a mi familia lo que nos arrebataste! -le espetó Kaltos-. Hagamos un trato. Hace ya 40 años, atacaste mi ciudad, Apuenea. Era la mejor y más próspera ciudad de Grecia y sus tesoros eran famosos en todo el mundo. Mi abuelo, Menón, el entonces Rey, nada pudo hacer contra tu ejército de dragones y en tan sólo 3 días nos arrebatasteis todo. Acusado por sus súbditos, abandonado por sus ministros, despreciado por sus soldados y sin su hermano Parmenio, fallecido meses antes, Menón y con él toda su familia, hubo de exiliarse. Apuenea perdió todos sus territorios y quedó arruinada. Además, cuando años después robaste la Llave de Zeus, fingiste tu muerte para no tener que compartirla con los otros reyes dragones, por lo que ni mi abuelo y mi padre dieron su fortuna por perdida. Ahora yo te he encontrado.
Isdris clavó su mirada en Kaltos. No había enemigo más peligroso que aquel que durante años, durante generaciones, había acumulado odio.
-¿Y si me niego, humano?, ¿y te sigo hasta que pueda matarte sin dañar la llave?
Kaltos rompió a carcajadas.
-Tenía entendido que tú, Isdris, eras el más inteligente de los dragones, pero no me imaginaba cuán era cierta esta afirmación. Te diré que he ordenado a diez mensajeros que, en caso de no volver a mi casa dentro de dos semanas, se dirijan a Alún, la isla en la que vivís los dragones para advertir a los otros cuatro reyes que conseguiste la fabulosa llave y fingiste tu muerte para no compartirla con ellos. Y entonces te buscarán y te matarán.
Isdris gruñó, sintiéndose acorralado por aquel insignificante, pero astuto humano, que había trazado toda una conjura en su contra.
-De acuerdo, astuto Kaltos. ¿Qué habría yo de hacer, si ya tienes los tesoros de tu familia, para compensarte?
-No quiero los tesoros, son todo tuyos. Sólo guardaré la llave, pare asegurarme que cumplirás tu parte. El trato es éste: formarás parte de mi ejército por cinco años. Tiempo suficiente para que reconforme el imperio que mi abuelo Menón y su hermano Parmenio unificaron y tú destruiste. Después quedarás libre y te devolveré la llave.
-Todo está bien planeado, Kaltos, pero olvidas que si pretendes crear un imperio, pronto llegará a oídos de los Reyes Dragones que sigo vivo y me matarán por haberles traicionado.
-Tú serás su Emperador Supremo, ya está todo planeado.
Y los cinco años transcurrieron victoriosos para el rey Kaltos. El rey y el dragón habían hecho cundir la discordia entre los clanes de dragones y sus reyes, y unos a otros habían ido asesinándose. Tras unos meses, sólo quedaban diez dragones vivos, de los cuales Isdris se convirtió en Emperador. Bajo su gobierno y atendiendo al pacto realizado con Kaltos, éstos se unieron también al ejército del príncipe, que al poco tiempo, y tras asaltar Apuenea, había sido coronado Rey. A partir de ahí, habían conquistado toda Grecia, Anatolia y Egipto. Isdris y Kaltos actuaban y convivían como hermanos, pero en realidad uno esperaba traicionar al otro, el otro esperaba ser traicionado por el uno. Y así llegó el día en que Kaltos reunió a los once dragones para devolver la Llave de Zeus a Isdris que, junto a los dragones, le había ayudado a unificar su imperio. Isdris tenía planeado asesinar a Kaltos y adueñarse todos los tesoros del imperio en cuanto le devolviese la llave, puesto que, siendo el líder supremo, ya no tendría que esconderse para no compartirla, y gobernaría por encima de los otros diez. Lo que no sabía Isdris era que Kaltos se le había adelantado y que, durante todo ese tiempo, había prometido a cada uno de los dragones que la Llave de Zeus sería para cada uno de ellos, por lo que, llegado el día, cada dragón creyó que el Rey les iba a conceder sólo a él la preciada joya que les conferiría el poder de coronarse Emperador. Cuando Kaltos dejó la pieza de finísimo cristal con adornos de oro en el pedestal de piedra que rodeaban los dragones.
-Que el dueño y señor de esta joya se adelante para obtenerla -exclamó Kaltos-.
Habiendo caído en la trampa del Rey, todos se adelantaron creyendo ser los dueños de la pieza. Pronto empezó la discusión que desembocó en una encarnizada lucha por hacerse con la llave. Cuatro días más tarde, los diez dragones habían muerto y sólo Isdris, el más fuerte de ellos, había sobrevivido, quien, exausto y malherido porla batalla, fue abatido por el ejército de Kaltos, dando así muerte al último dragón sobre la Tierra y obteniendo para sí el rey Kaltos la Llave de Zeus y todos los tesoros que durante siglos los dragones habían atesorado en las isla de Alún. Lo que no sabía Kaltos era que la historia se repite, y que su familia, los Señores de Apuenea, estaban condenados a repetirla una y otra vez por generaciones. Todos ellos eran esclavos de la traición, la conjura y la muerte, que campaban por sus palacios y mancillaban sus tesoros y glorias. En este mundo, y en cualesquiera otros, todo lo que se consigue con la traición se acaba perdiendo también por ella.
Hacia tiempo que Isdris, uno de los cinco Reyes de los Dragones, había muerto en aquella aldea polvorienta de Turquía. Y en cambio, el joven príncipe sabía que no era cierto, que aquel demonio seguía escondido entre aquellas llanuras, guardando los tesoros de su ciudad, habiéndole robado la dignidad a su familia. Mientras su ejército se asentó en la estepa, Kaltos, el príncipe y dos de sus hombres se dirigieron a la aldea. Supo por un viejo del lugar que Isdris se ocultaba en las montañas del Sur, en una enorme caverna y que salía de ella sólo una noche al mes para cazar y beber. El príncipe y sus hombres se dirigieron hasta aquel lugar. Tardaron dos semanas y atravesaron buena parte de la península, pero por fin llegaron a la morada del dragón. Isdris, como todos los de su especie, era un ser avaro y codicioso, cuyos asaltos a las ciudades tenían como única finalidad la de arrebatar sus tesoros y guardarlos celosamente en su caverna. Los hombres acamparon en las cercanías y se dispusieron a esperar que el animal abandonase la cueva. Esto ocurrió al tercer día cuando, en la noche, Isdris salió a alimentarse. No vio a los soldados camuflados entre los arbustos. Para cuando volvió, la mitad de su tesoro había desaparecido. Isdris rugió furioso, golpeó las paredes de la caverna, escupió fuego y se lanzó al vuelo a buscar a los ladrones. Encontró al ejercito de Kaltos dos días más tarde y, habiéndolos acorralado, los devoró uno por uno hasta dejar sólo a su príncipe. Cuando le fue a devorar, el joven se dirigió a él:
-Óyeme, dragón Isdris. Soy Kaltos, hijo de Urdión, hijo de Menón, Rey de Apuenea. Entre mis ropas, entre mis carnes, he escondido gemas, coronas, diamantes y brazaletes. Devórame y al llegar a tu estómago, el oro y la plata se derretirán en tus ardientes entrañas y morirás.
Recordó entonces la bestia que la ciudad de Apuenea había sido una de las últimas que había asaltado, cuando aún el rey Menón la gobernaba. Isdris, inquieto, rugía furioso.
-Puedo matarte sin la necesidad de devorarte -le contestó Isdris-.
-Pero perderías la Llave de Zeus, tu mayor tesoro, que he escondido entre mis ropas y cuyo material es tan frágil que se rompería al menor golpe. Y sabes que esta llave te trae la buena suerte y mantiene cualquier desgracia alejada de ti. Sin ella, caerá pronto sobre ti alguna maldición.
El dragón, ya fuera de sí, comenzó a escupir fuego, rugir, patalear y destrozar cuanto árbol, montaña o animal encontrase.
-¡Devuélvemela!
-¡Si tú devuelves a mi familia lo que nos arrebataste! -le espetó Kaltos-. Hagamos un trato. Hace ya 40 años, atacaste mi ciudad, Apuenea. Era la mejor y más próspera ciudad de Grecia y sus tesoros eran famosos en todo el mundo. Mi abuelo, Menón, el entonces Rey, nada pudo hacer contra tu ejército de dragones y en tan sólo 3 días nos arrebatasteis todo. Acusado por sus súbditos, abandonado por sus ministros, despreciado por sus soldados y sin su hermano Parmenio, fallecido meses antes, Menón y con él toda su familia, hubo de exiliarse. Apuenea perdió todos sus territorios y quedó arruinada. Además, cuando años después robaste la Llave de Zeus, fingiste tu muerte para no tener que compartirla con los otros reyes dragones, por lo que ni mi abuelo y mi padre dieron su fortuna por perdida. Ahora yo te he encontrado.
Isdris clavó su mirada en Kaltos. No había enemigo más peligroso que aquel que durante años, durante generaciones, había acumulado odio.
-¿Y si me niego, humano?, ¿y te sigo hasta que pueda matarte sin dañar la llave?
Kaltos rompió a carcajadas.
-Tenía entendido que tú, Isdris, eras el más inteligente de los dragones, pero no me imaginaba cuán era cierta esta afirmación. Te diré que he ordenado a diez mensajeros que, en caso de no volver a mi casa dentro de dos semanas, se dirijan a Alún, la isla en la que vivís los dragones para advertir a los otros cuatro reyes que conseguiste la fabulosa llave y fingiste tu muerte para no compartirla con ellos. Y entonces te buscarán y te matarán.
Isdris gruñó, sintiéndose acorralado por aquel insignificante, pero astuto humano, que había trazado toda una conjura en su contra.
-De acuerdo, astuto Kaltos. ¿Qué habría yo de hacer, si ya tienes los tesoros de tu familia, para compensarte?
-No quiero los tesoros, son todo tuyos. Sólo guardaré la llave, pare asegurarme que cumplirás tu parte. El trato es éste: formarás parte de mi ejército por cinco años. Tiempo suficiente para que reconforme el imperio que mi abuelo Menón y su hermano Parmenio unificaron y tú destruiste. Después quedarás libre y te devolveré la llave.
-Todo está bien planeado, Kaltos, pero olvidas que si pretendes crear un imperio, pronto llegará a oídos de los Reyes Dragones que sigo vivo y me matarán por haberles traicionado.
-Tú serás su Emperador Supremo, ya está todo planeado.
Y los cinco años transcurrieron victoriosos para el rey Kaltos. El rey y el dragón habían hecho cundir la discordia entre los clanes de dragones y sus reyes, y unos a otros habían ido asesinándose. Tras unos meses, sólo quedaban diez dragones vivos, de los cuales Isdris se convirtió en Emperador. Bajo su gobierno y atendiendo al pacto realizado con Kaltos, éstos se unieron también al ejército del príncipe, que al poco tiempo, y tras asaltar Apuenea, había sido coronado Rey. A partir de ahí, habían conquistado toda Grecia, Anatolia y Egipto. Isdris y Kaltos actuaban y convivían como hermanos, pero en realidad uno esperaba traicionar al otro, el otro esperaba ser traicionado por el uno. Y así llegó el día en que Kaltos reunió a los once dragones para devolver la Llave de Zeus a Isdris que, junto a los dragones, le había ayudado a unificar su imperio. Isdris tenía planeado asesinar a Kaltos y adueñarse todos los tesoros del imperio en cuanto le devolviese la llave, puesto que, siendo el líder supremo, ya no tendría que esconderse para no compartirla, y gobernaría por encima de los otros diez. Lo que no sabía Isdris era que Kaltos se le había adelantado y que, durante todo ese tiempo, había prometido a cada uno de los dragones que la Llave de Zeus sería para cada uno de ellos, por lo que, llegado el día, cada dragón creyó que el Rey les iba a conceder sólo a él la preciada joya que les conferiría el poder de coronarse Emperador. Cuando Kaltos dejó la pieza de finísimo cristal con adornos de oro en el pedestal de piedra que rodeaban los dragones.
-Que el dueño y señor de esta joya se adelante para obtenerla -exclamó Kaltos-.
Habiendo caído en la trampa del Rey, todos se adelantaron creyendo ser los dueños de la pieza. Pronto empezó la discusión que desembocó en una encarnizada lucha por hacerse con la llave. Cuatro días más tarde, los diez dragones habían muerto y sólo Isdris, el más fuerte de ellos, había sobrevivido, quien, exausto y malherido porla batalla, fue abatido por el ejército de Kaltos, dando así muerte al último dragón sobre la Tierra y obteniendo para sí el rey Kaltos la Llave de Zeus y todos los tesoros que durante siglos los dragones habían atesorado en las isla de Alún. Lo que no sabía Kaltos era que la historia se repite, y que su familia, los Señores de Apuenea, estaban condenados a repetirla una y otra vez por generaciones. Todos ellos eran esclavos de la traición, la conjura y la muerte, que campaban por sus palacios y mancillaban sus tesoros y glorias. En este mundo, y en cualesquiera otros, todo lo que se consigue con la traición se acaba perdiendo también por ella.
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